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Malditos bastardos: Por un puñado de nazis

Pese a quien pese, el estreno de una película de Tarantino es algo a celebrar. Pocos  como él son capaces de aunar los intereses del público y los suyos propios. Esta vez guiña el ojo al cine bélico más olvidado en Malditos Bastardos, una suerte de comedia bélica sin ningún respeto a la Historia.

Pese a quien pese, el estreno de una película de Tarantino es algo a celebrar. Pocos  como él son capaces de aunar los intereses del público y los suyos propios. Esta vez guiña el ojo al cine bélico más olvidado en Malditos Bastardos, una suerte de comedia bélica sin ningún respeto a la Historia.

El cine –y el cine de explotación- como razón de ser. Porque solo Quentin Tarantino podía elevar la serie B al altar de un evento artístico, como se confirma una vez más en Malditos Bastardos, film que navega de forma enigmática y decidida entre la parodia y el homenaje, entre la anécdota y la épica, el Pulp y la Historia.

A priori, Tarantino parece volverse cada vez más abstracto, convirtiendo su peculiar manera de reflexionar sobre el cine en el motivo mismo de la cinta, pero conservando su extraordinaria habilidad en equilibrar largos diálogos con estallidos de acción violenta y espectacular. Ya lo hizo en la incomprendida Death Proof, capricho posmoderno que fracasó en taquilla, y que hacía del fetiche cinematográfico su razón para existir.

Estructurando el film en cinco capítulos, la película sigue dos líneas argumentales distintas de venganza y sangre, la de los bastardos del título (comandados por un divertidísimo Brad Pitt, actor con mayúsculas lejos ya de su posición de ídolo adolescente) y la de Shosanna (emotiva Melanie Laurent), una joven judía propietaria de un cine donde se va a celebrar el multitudinario estreno de un film nazi dirigido por Goebbels. Detrás de ambos anda el coronel Hans Landa (prodigioso, repito, prodigioso Christoph Waltz), coronel nazi de increíble inteligencia y olfato investigador.

Tarantino toma como base diálogos fundamentados en la anécdota y lo cotidiano para definir unos personajes que se quedan en el recuerdo del espectador, intepretados todos ellos de forma entusiasta. Con estos elementos el director de Pulp Fiction parodia como nadie los estereotipos del cine bélico de serie B –y a Hitchcock, De Palma, Godard, Rohmer...-, genera suspense en dos o tres ocasiones memorables y se pasa la Historia, con mayúsculas, por donde quiere. Es memorable el comienzo de la cinta, una hilarante conversación sobre la leche de vaca en la que Christoph Waltz demuestra que está en la cinta para ganar el Oscar, así como el segundo capítulo de la misma, que presenta a los Bastardos en plena acción.

Son muchas cosas las que se le pueden reprochar a Tarantino, pero la colección de instantes mágicos, frases y personajes arrebatadores elevan el comic desenfrenado que es Malditos Bastardos al olimpo de sus mejores peliculas. El director de Jackie Brown está satisfecho revolcándose en su postmodernidad y el delirio camp, pero genera imágenes de una belleza, emotividad y musicalidad memorable, que elevan el trazo grueso del trash a la categoría de arte.

Tarantino, por si no quedaba claro, lleva ya casi diez años satisfecho poniendo el dedo en la llaga de aquello de lo que sus detractores más acérrimos le acusan, que es el elaborar amorfos Frankenstein fílmicos compuestos de piezas de otros cuerpos. Lo que separa su autocomplacencia de la de otros es que Tarantino es un mago prodigioso que sabe divertirse y divertir a su público mientras lo hace. Porque Malditos Bastardos en una diversión y un entretenimiento de primera, dos horas y media de las que pasan en un suspiro.

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