Pájaros de papel es una rara avis en el cine español. Un film que funciona mejor cuando se concentra en el retrato del ambiente artístico del momento que cuando toca fotografiar la barbarie de la guerra, en la que el cine español chapotea con gusto ciertamente cargante. Precisamente cuando toca presentar el conflicto, el Aragón director se mueve entonces con confusión e inoperancia (la escena inicial del bombardeo hace presagiar lo peor), algo que contrasta con la comodidad con la que tira de nostalgia y retrata con cierto gusto el mundo de la baja comedia y los artistas de la ilusión, es decir, todo lo que viene después. Entonces el film levanta el vuelo dentro de sus posibilidades, y pese al simplón sentimentalismo y algunos momentos de juzgado de guardia (que recuerdan anteriores éxitos televisivos de Aragón) la mezcla de comedia y drama captura el interés del espectador.
Pájaros de papel es un film academicista, artesanal y de buena factura, un drama correcto que tira de estereotipo, pero que prefiere no entrar en polémicas. Para ello Aragón, que co escribe el libreto junto a Fernando Castets (guionista habitual de Campanella) evita siempre que puede hacer aseveraciones políticas y hablar de la Guerra Civil, y nos cuenta una película sobre relaciones personales que transcurre durante la misma. Aragón retrata las bambalinas del artisteo de la época con optimismo y tira de tipología patria en plan sensiblero, y aunque ni vence ni convence, entretiene y tiene cierta vida.
Pero también es cierto que peca de poco inquieto. Pájaros de papel se conforma con apoyar dos patas de la mesa en la interpretación de un Imanol Arias que está correctísimo (ver la escena en la que relata al soldado su estado mental bordo de un camión) y en la emotiva representación de una improvisada familia de la farándula en circunstancias difíciles, pero patina en episodios que no están del todo bien descritos (ese complot final). Todo ello con la esperada dosis de azúcar y buenos sentimientos, que a veces le juegan al autor malas pasadas.
A Aragón le cuesta también acabar el film y lo alarga en exceso, pero aunque el primero de los finales (allí donde se tenía que haber quedado) resulta trillado, se reserva algunos ases en la manga, como ese crescendo de tensión en los últimos quince minutos que sorprendió al que esto suscribe. Por eso, sería injusto tachar de incorrecto el debut de Aragón en el largometraje. Ha preferido entretener antes que enfrentar, y dadas las circunstancias y el tema, pues se agradece.