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Oración fúnebre por Germán Yanke

Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día (Jn 6,39).

Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día (Jn 6,39).
Germán Yanke | Foto: RTVE.

Transcripción para LD del autor de la homilía en el funeral celebrado en la Iglesia del Espíritu Santo en Madrid, en memoria de Germán Yanke, el pasado lunes 19 de Junio.

Nos reunimos hoy para celebrar el amor de Dios. Es lo que hacemos en toda celebración eucarística. Es lo que hacemos de modo particular en un funeral, porque el amor, y no la muerte, es quien tiene la última palabra. Esa es nuestra fe, esa es nuestra esperanza, esa y no otra es la revelación última de Dios en la persona de Jesucristo. Él, con su muerte y resurrección, ha arrancado el aguijón a la muerte (cfr. 1Cor 15,55-57). El amor de Dios es más fuerte que la muerte.

Decía un viejo filósofo una frase que probablemente os resulte conocida: "Amar a alguien es decirle: tú no morirás jamás" (Gabriel Marcel). Nuestra experiencia humana le da la razón. Por eso sufrimos cuando mueren las personas a las que amamos. Por eso lloramos hoy la muerte de Germán, su familia y todos los que le hemos conocido. "Tú no morirás jamás...": nuestro poder no llega a donde llega nuestro querer.

Pero el poder del Dios que es amor (cfr. 1Jn 4,8) sí llega a donde llega su querer. La última palabra en este mundo es de resurrección y de gloria: "Tú no morirás jamás". Y así, aunque la certeza de morir nos entristece -como diremos en el prefacio de la misa de hoy-, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad (Prefacio I de difuntos). Hemos escuchado en la primera lectura unas palabras de san Pablo a los tesalonicenses que son de gran consuelo, también ahora para nosotros: "No queremos, hermanos, que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres que carecen de esperanza. Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo, a los que han muerto, Dios, por medio de Jesús, los llevará con él" (1Tes 4, 13-15).

Celebramos la misa en sufragio por la persona de Germán, a quien ponemos en las manos del amor misericordioso de Dios, del amor que es más fuerte que la muerte, del Dios que dice: "Tú no morirás jamás". Agradezco de corazón a la familia de Germán que me haya pedido celebrar esta misa. Nuestras familias, la familia Yanke y la mía, han estado ligadas durante muchos años por diversos lazos de amistad.

Por lo que a mí respecta, Germán y yo nos iniciamos juntos en el arte de escribir, ejerciendo un periodismo precoz en la revista del colegio. Ya entonces se tomaba en serio, con pasión y con inteligencia todo lo que hacía. Aún nos tratamos en los primeros años de la universidad. Era aquella, para muchos de nosotros, una época de analfabetismo político. El diálogo con Germán nos ayudaba a amueblar nuestra cabeza. Su pasión por la libertad y al mismo tiempo su carácter conciliador, respetuoso con el otro, desde la firmeza de las propias ideas, nos ilusionaba con el futuro. Éramos una generación esperanzada, que creía posible superar la dialéctica de las dos Españas, llegar a una verdadera reconciliación en el reconocimiento del otro.

Germán y yo seguimos después rumbos diferentes y nos volvimos a encontrar solo esporádicamente, pero las noticias que me llegaban de él siempre me llenaron de orgullo. Era el Germán que yo conocía y admiraba: honesto, firme en sus convicciones, empeñado en hacer crecer los ámbitos de libertad, abierto al encuentro y al diálogo con quien defendía opiniones distintas a la suya.

Todos los que estáis hoy aquí tenéis recuerdos de Germán más recientes y vivos que los míos. He navegado un poco por esos recuerdos y lo que aflora es lo que ya estaba en germen en nuestra adolescencia. De entrada, me he quedado con una idea: Germán era un periodista bueno (y no solo periodista) porque era buena persona. "Un hombre de pro", como decimos en Bilbao y alguien ha escrito estos días.

Me recordaba esta mañana un amigo común algunos rasgos característicos de su personalidad. En primer lugar, su encanto personal (con esa sonrisa suya, inteligente y cautivadora) y su profundo sentido de la amistad. Era, lo sabéis, muy amigo de sus amigos. A todos trataba con una amabilidad que no era postiza, aunque hubiera divergencia de ideas. Sabía ayudar, servir, pensar en los demás. Tenía un amplio abanico de amigos (y los que reconozco ahora aquí me lo confirman). En todos veía, no contrincantes, sino personas, y los que estaban como él abiertos al diálogo y al encuentro han podido gozar de su aprecio y disponibilidad.

En segundo lugar, su coherencia y honestidad (en el sentido castellano, pero también en el inglés: sinceridad). Decía lo que pensaba con valentía, aunque le costase. A veces lo hacía también de manera incisiva, pero siempre con amabilidad.

Y, por último, su sentido positivo y su capacidad de mediar, de intervenir oportunamente, de desdramatizar, para abrir el camino del entendimiento, algo que iba unido a su disposición de reconocer los argumentos del otro. No fue hombre de rencores ni de palabras arrojadizas. Trató siempre la palabra con respeto, con suavidad, sin alzar la voz: una voz suave, convincente y tranquila que se hacía escuchar en medio de ese vocerío con el que tantas veces nos aturden. Era, como alguno ha dicho, partidario del sosiego, de la conversación, del contraste, porque consideraba que su idea podía no ser mejor que la del otro: quizá, decía, quizá tienes razón.

Creo que no está de más recordar aquí, en este momento y en estas circunstancias, la raíz cristiana de su visión del hombre, de la persona, que está detrás de este modo de comportarse. Y me viene el pensamiento de que no salimos ganando cuando se silencia o se tergiversa la voz más genuina de la fe. Necesitamos más gente como Germán para superar estos tiempos que algunos califican, quizá con tintes un poco oscuros, de discordia y destrucción.

Pero no nos hemos reunido aquí para hablar de nuestros recuerdos y memorias de Germán, aunque yo me haya extendido un poco en ellos. Nos hemos reunido para invocar la memoria de Dios. En la gran oración de bendición y acción de gracias que es la misa, se encuentran también los mementos: Memento, Dómine..., "Acuérdate, Señor...". Memento de vivos y memento de difuntos. Dentro de poco invocaremos la memoria de Dios en la plegaria eucarística y le diremos: memento, "recuerda", recuerda a tu hijo Germán, a quien llamaste de este mundo a tu presencia: concédele que, así como ha compartido ya la muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección, cuando Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos y transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo.

Pero, ¿necesita Dios que invoquemos su memoria? ¿Acaso Dios es olvidadizo? No, el amor no es olvidadizo. El amor que dice, que nos mira y nos dice: "Tú no morirás jamás", no es olvidadizo. Es el amor del Padre de la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15,11-32), del Padre que escruta el horizonte esperando nuestro regreso, que sale a nuestro encuentro cuando nos acercamos, que quiere arrancar en nosotros el aguijón de la muerte, que es el pecado (cfr. 1Cor 15,55-57).

Somos nosotros los que necesitamos invocarle, porque somos nosotros los olvidadizos. Necesitamos reavivar nuestra memoria, escuchar las palabras de san Pablo a su discípulo Timoteo: "Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos... Él es nuestra salvación, nuestra gloria para siempre… Pues si morimos con él, también viviremos con él" (cfr. 2Tim 2,8-11).

También nosotros, oh Dios, que somos olvidadizos, confiamos ser recibidos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte corno tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas. Que así sea.

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