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La peregrinación de la memoria

De Alcalá de Henares a la calle Téllez pasando por Santa Eugenia, El Pozo y Atocha la misma mañana, a la misma hora y en los mismos trenes. La llama del recuerdo sigue encendida entre las víctimas y entre todos aquellos que no quieren olvidar la matanza sin nombre de aquel día.

Los trenes del 11 de marzo explotaron, y lo hicieron en un espacio físico muy preciso que hoy se sigue visitando como lugar cargado de simbolismo. La ruta de peregrinación del 11-M la componen cuatro estaciones de tren y una calle con vistas a las vías. Parte de Alcalá, ciudad de la que habían salido tres de los cuatro trenes y la mayor parte de las víctimas, y recorre el corredor del Henares hasta Santa Eugenia, El Pozo y la estación de Atocha. No muy lejos de allí, a unos 10 minutos andando, una calle, la de Téllez, anónima hasta hace 6 años, fue testigo de la última explosión de aquella fatídica mañana.

Las víctimas del atentado no quieren que se olvide la tragedia. Muchas han perdido la fe en la clase política, que ha corrido un velo tupido e impenetrable sobre la investigación, al tiempo que ha diseminado entre la población el virus de la amnesia. Nadie quiere hablar de ello. Por eso, un grupo de víctimas acompañado por la Plataforma de Peones Negros organiza cada 11 de marzo una peregrinación por los lugares sagrados del 11-M, allá donde se cometió el crimen y donde sus inocentes víctimas son recordadas.

Alcalá de Henares

A las seis de la mañana me espera en la puerta del periódico la guía, María José, coordinadora nacional de los Peones Negros, que amablemente me lleva en coche hasta Alcalá de Henares. “Se trata de hacerlo a la misma hora que sucedieron los atentados, coger el mismo tren e ir parando por las estaciones donde estallaron”, me cuenta de camino, optimista y cargada de energía a pesar de que es noche cerrada y hay 4 grados bajo cero en la carretera de Barcelona.

Alcalá, como todas las ciudades del cinturón industrial, se despereza algo antes que la capital. A las seis y media de la mañana ya hay una febril actividad en la entrada de la estación de Cercanías. “Mira, aquí es donde aparcaron la Kangoo, en ese mismo sitio”, dice María José mientras señala con el dedo, “y allí, en ese portal, estaba el portero que vio a los del pasamontañas”, “¿el portero automático?”, pregunto, “sí, ese mismo, pero yo no me creo que a esta hora, desde esa distancia y con esta oscuridad pudiese ver nada”.

Poco antes de la siete el grupo de víctimas y peones negros se reparten los ramos de flores, dejan algunos en el monumento a las víctimas que levantaron enfrente de la estación, y se dirigen a coger el tren. “¡Sacamos un billete para todos!” exclama uno de los participantes que ha cogido plaza en la cola de la máquina expendedora. Y sacan un billete para todos. Observo que los peones negros llevan ya muchos años juntos y entre ellos se dispensan un trato de amigos. Ya en el tren me acerco a una mujer joven con dos ramos de flores y cara de haberse pegado un madrugón de espanto. “¿Es usted víctima del atentado?”, le pregunto, “no, yo no, soy de los peones negros, vengo todos los años a recordar a las víctimas con esta pequeña ceremonia”, “y el madrugón” replico, “bueno, eso es lo de menos, lo importante es venir”.

Santa Eugenia y El Pozo

La primera parada es en la estación de Santa Eugenia, donde el tren hace su entrada pocos minutos después del amanecer. “Las bombas estallaron un poco más tarde, a las 8 menos veinte” me cuenta una de las víctimas, esta sí, de los atentados. A diferencia de Alcalá, Santa Eugenia está prácticamente desierta. Dejan sus flores y reemprenden camino hacia la siguiente parada: El Pozo.

En esta estación vallecana explotaron dos bombas a las 7:38 de la mañana en un Cercanías de dos pisos. “Las bombas estaban en la planta superior y levantaron todo el techo” cuenta a una nutrida audiencia el peón negro que, según me dice María José, “sabe más de trenes”. “Es imposible saber cuánta gente murió por vagón porque, al ser un tren de cercanías, no están asignados los asientos”. El andén dirección Atocha de El Pozo tiene un tejadillo muy bajo que fue arrasado por la explosión, “estas cubiertas son muy endebles, han tenido que ponerla nueva”, remata el experto ferroviario de los peones negros.

Entretanto, llega un nuevo convoy a la estación, (“mira, mira, es de dos pisos, como el del atentado”, se oye por detrás) que lleva a la comitiva de la memoria hasta la estación de Atocha, penúltimo jalón del peregrinaje matinal. El tren se desliza veloz por el barrio de Entrevías, dentro, una mujer que perdió a su hijo aquel día cuenta que esta es la primera vez que viene a este acto itinerante. “Mi hijo tenía 27 años y era ingeniero industrial, hemos fundado una fundación con su nombre, se llama Fundación Rodolfo Benito Samaniego”. “¿Y cree usted que esto lo han investigado hasta el final?”, pregunto a la buena señora, apoyada sobre una de las puertas del tren, “pues no sé que decirte, esto fue por la guerra de Irak”. Definitivamente, el mantra difundido por la izquierda hace seis años se resiste a morir.

Atocha

La estación de Atocha recibe a los peregrinos en plena hora punta. Los trenes van de bote en bote y no hay ya quien camine por los andenes. Frente a un convoy repleto de viajeros curiosos que miran desde la puerta, colocan los preceptivos ramos de flores y todo el grupo sale disparado hacia la salida con una breve parada en el monumento a las víctimas del 11-M al que se accede desde la propia estación. Pero el monumento está cerrado. Un letrero y dos guardias jurados custodian su entrada. No abre hasta las 10 y da igual que sea 11 de marzo. Los viajeros del Metro pasan volando delante del monumento y de las flores que las víctimas han dejado sin siquiera mirarlas. “Hasta la gente nos pregunta porque llevamos flores”, dice tristona una mujer de los peones negros, “hay como una amnesia colectiva”, dice otro.

Es así, casi nadie recuerda que hoy se cumple el sexto aniversario de la matanza. Pregunto a un transeúnte con el que me cruzo en Atocha si sabía que hoy es el aniversario y, dando un brinco, muestra su sorpresa, “anda pues sí, es hoy, que le vamos a hacer, es algo que ya ha pasado y hay que superarlo”. Ese es hoy el espíritu de los mismos que, hace seis años, salieron en estampida por el andén de la vía 2 de Atocha tras la primera de las explosiones a las 7:37 minutos de la mañana.

Para el grupo que conmemora aquello ya son más de las ocho, sale de la estación y se dirige en comandita a la calle Téllez. Este tren, el Renfe 17305, fue el único que no explosionó en una estación, lo hizo en la playa de vías de Atocha un par de minutos antes de efectuar su entrada en la estación. Para ver el lugar del siniestro hay que encaramarse a una pequeña tapia coronada por una verja. Una lápida de un albañil rumano que murió en ese tren con sólo 36 años está incrustada allí, el resto son flores y algunos cirios que han ido dejando entre ayer y hoy por la mañana.

Tres víctimas dejan sus ramos y se quedan mirando la verja, pasa un tren, una de ellas rompe a llorar. “Una cosa de estas te cambia la vida para siempre”, me dice Charly, el cámara de LDTV, que ha hecho conmigo y con Sandra León el recorrido completo, desde la gélida y oscura Alcalá de Henares hasta este rincón de Madrid, soleado ya y con el termómetro dos grados por encima de cero. Los periodistas nos vamos, las víctimas se quedan a tomar café. “Lo importante ahora es que no se olvide” me dicen desde lejos. Y así debería ser.

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