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DOCUMENTO: Palabras de Aznar para Isaiah Berlin

Alocución de José María Aznar en la apertura de las jornadas que FAES dedica al pensador Isaiah Berlin, este lunes en Madrid.

Me produce una gran satisfacción inaugurar estas Jornadas de homenaje a Isaiah Berlin. Y el motivo de mi satisfacción es doble.
 
El primero, compartir esta inauguración de las jornadas con el profesor José Varela Ortega, presidente de la Fundación José Ortega y Gasset, y buen amigo mío. 
 
El segundo, colaborar en una nueva jornada de homenaje a los grandes pensadores liberales.
 
La Fundación que me honro en presidir ha organizado en el pasado reciente jornadas de homenaje a Raymond Aron, a Alexis de Tocqueville y a Milton Friedman. Hemos publicado hace pocos meses el libro de memorias de Jean François Revel, “El ladrón en la casa vacía”, con un extraordinario prólogo de Mario Vargas Llosa. Publicaremos en breve la reedición en castellano de un clásico de Milton Friedman, “Libertad de elegir”, y estamos a punto de publicar un libro de la Fundación FAES sobre este mismo autor, padre de la Escuela de Chicago.
 
Volcados como estamos en difundir las ideas liberales, no podía faltar en el programa de actividades de la Fundación un merecidísimo homenaje a Isaiah Berlin.
 
Este gran historiador de las  ideas no tuvo discípulos directos entre los españoles, pero varios historiadores vinculados a esta casa, como el propio José Varela, Juan Pablo Fusi o Joaquín Romero-Maura tuvieron la oportunidad de tratarle casi a diario en Oxford,  a comienzo de los años setenta, cuando trabajaban en sus tesis doctorales, bajo el magisterio de Raymond Carr, en el Centro de Estudios Ibéricos de Saint Anthony’s College.
 
Fusi describe a Berlin como un “conversador excepcional, ingenioso, apasionado, de exquisitas maneras y extremada cortesía, y una inolvidable gentileza en el trato.” 
 
Berlin frecuentaba  Saint Anthony mientras se construía el Wolfson College, del que sería presidente entre 1967 y 1975, y donde se produjo su encuentro con Henry Hardy, su albacea literario, que nos honra hoy con su presencia. 
 
Yo no he tenido, desafortunadamente, la ocasión de conocer a Berlin, como algunos políticos norteamericanos, ingleses o israelíes que gozaron del privilegio de  recibir sus consejos. Tampoco me he embarcado en polémicas con él, al contrario que mi amigo Tony Blair, cuando discrepó de la  desconfianza de Berlin en la capacidad de la izquierda política para producir nuevas ideas. 
 
Pero, como la gran mayoría de los liberales de hoy, hago mío lo fundamental de su pensamiento.
 
Isaiah Berlin fue, sin duda, uno de los más importantes pensadores liberales  de la segunda mitad del siglo XX. Fue un historiador de las ideas, aunque su formación, porque estudió Filosofía, le mantuvo siempre en un territorio fronterizo entre la historia, la filosofía y la teoría política y social.  Demostró que las ideas son importantes e influyen decisivamente en la conducta de los individuos.
 
Pero, por encima de todo, el concepto central de toda su obra es la afirmación de que los valores positivos que anhelan los seres humanos no son, todos ellos, compatibles entre sí. Su liberalismo trágico brota de la conciencia de que los más nobles ideales que animan a los hombres, es decir, la justicia, la libertad, la igualdad o la paz, no son alcanzables simultáneamente y a menudo se excluyen unos a otros.
 
Lo anterior le llevó a formular la idea central de su pensamiento, la de los sus dos conocidos conceptos de libertad, lo que él llamaba “libertad negativa” y “libertad positiva”, así como a extraer de esta convicción, en términos políticos, argumentos poderosos a favor de la libertad de elección y del pluralismo ideológico.
 
Debo confesar que, como liberal, nunca me gustó la elección terminológica de Berlin, pero por motivos de pedagogía política. La libertad que a los liberales nos gusta, es decir, la libertad buena, es la que Berlin definió como “libertad negativa”, mientras que, por el contrario, calificó de “libertad positiva” a la falsa idea de libertad, utilizada por los enemigos de la libertad genuina como una inmensa trampa encaminada a arrebatárnosla.
 
A lo anterior se une algo intuitivo: el concepto de libertad me evoca solamente sentimientos positivos.
 
Gracias a esta comprensión de la incompatibilidad recíproca de los valores, Berlin desenmascaró el fundamento oculto de las sociedades totalitarias. Por el hecho mismo de que los valores están en conflicto entre sí, la idea de crear una sociedad perfecta es imposible.
 
Berlin demostró que ese concepto de “libertad positiva” es la esencia de todas las teorías políticas emancipatorias, de la socialista a la comunista, porque todas estas teorías quieren utilizar el poder político para “liberar”, liberar entre comillas, a los seres humanos.
 
Esa idea, la de que el hombre puede estar alienado de sus verdaderas necesidades y su verdadero yo, y que ha de ser reeducado por el Estado y obligado a ser libre, es la base de todas las tiranías totalitarias.
 
De acuerdo con Berlin, liberar al hombre significa algo muy distinto: significa liberarle de obstáculos, como los prejuicios, la tiranía o la discriminación, para ejercer su propia y libre elección.
 
Ahí está la raíz de su rechazo a cualquier utopía social, y su lúcida autopsia del comunismo, que Berlin definió como “una fe cuasirreligiosa, ardiente y sectaria” que “niega que los diversos ideales de vida” no puedan ser “totalmente reconciliables entre sí”.
 
Berlin, Aron, Tocqueville y Friedman se ocuparon de sacar a la luz la podredumbre ideológica del socialismo real. El derribo del Muro de Berlín se encargó de certificar la defunción de ese entramado ideológico y político.
 
Porque la libertad, la igualdad y la fraternidad, los lemas supremos de la tradición emancipadora desde la Revolución Francesa, eran, según demostró Berlin, ideales “hermosos pero incompatibles entre sí”. El comunismo había heredado este credo y los “ingenieros del alma humana” de Stalin intentaron, de acuerdo con él, moldear a los seres humanos en formas idénticas.
 
El rechazo de cualquier utopía social que pretendiera imponer por la fuerza la reconciliación de valores humanos mutuamente incompatibles le valió a Berlin el resentimiento de la izquierda de su época, que le tachó de “inmigrante blanco” y de “cazador anticomunista de brujas”.
 
Obviamente, esto no le inhibió a la hora de ofrecer su apoyo a los disidentes de los regímenes de la Europa del Este, o de abstenerse de emitir condenas de la intervención de la administración Kennedy en Cuba, tan de moda entre la izquierda estadounidense, alegando  “que a Castro le importan tan poco las libertades civiles como a Lenin y Trotski”. 
 
A mí siempre me atrajo de Berlin su énfasis en la división propia del ser humano, desgarrado en el conflicto recíproco entre los fines y objetivos que los hombres persiguen.
 
Berlin hizo de esta escisión humana, interior y exterior, el fundamento mismo de un sistema de gobierno liberal.
 
Nunca se subraya suficientemente su idea de que una sociedad libre es una sociedad buena porque acepta el conflicto entre los bienes humanos y mantiene, a través de sus instituciones democráticas, el foro en que dichos conflictos pueden desenvolverse pacíficamente.
 
En estos tiempos que corren en España, Berlin asistiría atónito a hechos tan insólitos como que los que los políticos que se proclaman de izquierdas hayan iniciado una cruzada contra el principio de igualdad y hayan triturado el principio de solidaridad.
 
Se aprueban Estatutos de autonomía que reinstauran los privilegios territoriales y aniquilan el principio de igualdad de derechos ante la Ley de los ciudadanos en una misma Nación.
 
Se hace volar por los aires un Plan Hidrológico Nacional que busca garantizar la solidaridad y, en su lugar, se prefiere que el agua acabe en el mar, poblando simultáneamente el litoral español de fábricas productoras de dióxido de carbono, al tiempo que se erigen ellos mismos en adalides de la lucha contra el cambio climático y aspiran a repartir carnés de ecologistas en régimen de monopolio.
 
Se crean Agencias Tributarias regionales encaminadas a evitar la redistribución de la renta a favor de quienes menos tienen. 
 
Estos ataques a la igualdad y a la solidaridad en España no se han hecho, siquiera, en defensa de la libertad. Porque estrechar la mano que acaba de apretar un gatillo y negociar políticamente con terroristas que ponen encima de la mesa su pistolea humeante no es otra cosa que sacrificar el valor supremo  de la libertad.
 
Quién les iba a decir a los antiguos socialistas o progresistas antiguamente españoles y hoy digamos sumidos en la pluralidad, que al final las grandes ofertas las iban a encontrar en las viejas prácticas caciquiles de Romero Robledo o del conde Romanones o de tantos otros, o en la compra de votos.
 
Berlin creía en el papel decisivo del individuo en los procesos históricos. Para Berlin, la función del conocimiento histórico es delimitar el espacio exacto del que disponían los actores históricos para actuar, entender cómo y para qué utilizaron su libertad y valorar sus actos según el criterio de las alternativas reales que en ese momento estaban a su alcance.
 
Ejercicios de utilización política de la historia, como el perpetrado por la Ley de Memoria Histórica,  hubieran sido, lógicamente, desaprobados por Berlin.
 
La implicación política de la argumentación de Berlin es, en consecuencia, que la sociedad de individuos e instituciones libres depende de la responsabilidad individual y de la libre elección.
 
Para un político liberal es esencial transmitir a los ciudadanos que cada individuo es libre y responsable, con capacidad de ejercicio moral, y que su libertad es su mayor tesoro.
 
La atracción de la teoría determinista, que sostiene que dependemos de fuerzas supuestamente más poderosas y de que otros pueden decidir por nosotros mejor que nosotros mismos, acecha en el deseo de eludir nuestra responsabilidad, aun a costa de renunciar a nuestros derechos.
 
El hecho de que los ideales humanos puedan ser recíprocamente incompatibles no significa para Berlin que debamos desesperar y declararnos impotentes.
 
Significa, por el contrario, que debemos tomar conciencia de la importancia de la libertad de elegir. Los argumentos a favor de la responsabilidad y de la libertad de elección son irrefutables razones para comprender que la tolerancia y el pluralismo político constituyen, más que imperativos morales, necesidades prácticas para la supervivencia de los hombres.
 
Estoy seguro de que en este tema, tan importante, se profundizará y se discutirá de ello en las conferencias y mesas redondas de estas jornadas.
 
Para finalizar esta presentación, me gustaría subrayar –aunque creo que de ello tratará por extenso y mucho mejor que yo Henry Hardy en su conferencia sobre “La ciudadela interior de Berlin”- dos circunstancias que marcaron la vida y la obra del historiador británico: su encuentro con disidentes rusos, y su condición de exiliado.
 
Berlin persistió en una lucha titánica, que se convirtió en su modo de vida, para poner paz entre sus tres identidades aparentemente imposibles de conciliar: rusa, inglesa y judía.
 
Digo aparentemente, porque, como el mismo solía afirmar, lo que más le conmovía era la posibilidad de contrastar continuamente el carácter eslavo que poseía como herencia -“abierto, apasionado, espontáneo y ancho”- con el occidental que adquirió –“seco, calculador, inhibido y refinado”-, reconociendo que esto era algo sólo posible para los exiliados.
 
La condición de extranjero en Inglaterra, donde llegó con sus padres en 1921, contribuyó decisivamente tanto a la originalidad de su pensamiento como a su moral intelectual, fundamentada en el empirismo británico. En su condición de expatriado, hizo de Gran Bretaña la nación-arquetipo de tolerancia y civilidad que constituyó su ideal de vida. A ello, hay que añadir su condición judía, que determinó uno de los dilemas centrales de su vida: cómo armonizar el sentido de dignidad con el anhelo de arraigo.
 
Berlin eligió el exilio exterior, a diferencia de Boris Pasternak y Anna Ajmatova, dos grandes disidentes del totalitarismo comunista, a quienes conoció en 1946, en Leningrado, que habían optado por el exilio interior en el amor de su lengua materna y de una Rusia desaparecida en la Revolución de Octubre. Su visita a Rusia le permitió encontrarse de nuevo con la cultura de su infancia, a la vez que le dio la posibilidad de conocer a los dos mayores disidentes rusos.
 
El encuentro con ellos fortaleció su anticomunismo, que no fue ya sólo el rechazo de una utopía deletérea, sino una declaración  de lealtad perpetua a la disidencia. Pasternak y Ajmatova le demostraron que el genio individual puede florecer en la resistencia contra la más extrema de las dictaduras totalitarias.
 
Durante estas Jornadas en Madrid y Barcelona se hablará mucho de la actualidad de las ideas de Isaiah Berlin y de la necesidad de desarrollarlas, de volver a pensarlas de cara al futuro. Yo quisiera concluir recordando aquellos versos del epitafio que el poeta irlandés Yeats escribió para Jonathan Swift, y que Michael Ignatieff aplicaba con envidiable exactitud al  nuestro pensador:
 
Imítale si es que puedes,
Viajero ahíto de mundo;
Sirvió a la humana libertad.

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