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Garzón: héroe o villano

Pocos personajes de la vida pública española son tan controvertidos como Baltasar Garzón. Un juez cuestionado por sus procedimientos, académicamente mediocre y doctrinalmente irrelevante que, sin embargo, ha conseguido catapultarse al estrellato convirtiendo la Justicia en un espectáculo al servicio de una indisimulada vanidad. El periodista y escritor José Díaz Herrera publica el próximo martes Garzón: juez o parte (La Esfera de los Libros), una biografía no autorizada del juez. Después de El hombre que veía amanecer, llega el retrato riguroso e implacable de un personaje más terrenal, con más sombras que luces. Libertad Digital se asoma a las páginas de un libro llamado a convertirse rápidamente en un éxito editorial.

Pocos personajes de la vida pública española son tan controvertidos como Baltasar Garzón. Un juez cuestionado por sus procedimientos, académicamente mediocre y doctrinalmente irrelevante que, sin embargo, ha conseguido catapultarse al estrellato convirtiendo la Justicia en un espectáculo al servicio de una indisimulada vanidad. El periodista y escritor José Díaz Herrera publica el próximo martes Garzón: juez o parte (La Esfera de los Libros), una biografía no autorizada del juez. Después de El hombre que veía amanecer, llega el retrato riguroso e implacable de un personaje más terrenal, con más sombras que luces. Libertad Digital se asoma a las páginas de un libro llamado a convertirse rápidamente en un éxito editorial.
(Libertad Digital) La Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York anunció el acto así: «La candidata presidencial argentina [Cristina Fernández de] Kirchner y el juez español Baltasar Garzón aportaran sus experiencias sobre la «guerra sucia» en Argentina entre 1976 y 1983».
 
Tal vez por eso, aunque sólo se permitía entrar con acreditación, el «acto académico» a celebrar en el auditorio Tishman de la Universidad de Nueva York estaba a reventar aquel 24 de septiembre de 2007. A las seis de la tarde, con varias televisiones y periódicos argentinos siguiendo el evento en directo y varios ministros entre el público, se daba el pistoletazo de salida a la candidatura de Cristina Fernández de Kirchner a la presidencia de la República, donde saldría elegida en las urnas el 28 de octubre.
 
La participación del bautizado «juez veleta» por la revista Época en el acto electoral (la Web de la Universidad habla expresamente de un encuentro entre el magistrado español y la "argentine presidential candidate Kirchner") se producía después de numerosos desencuentros con el sector oficilalista argentino. A comienzos de la década, el juez había llamado a declarar a la ex presidenta de Argentina Isabel Martínez de Perón, en cuyo mandato se creó la Triple A, responsable de más de mil asesinatos, y la dejó en libertad. Meses más tarde, en mayo de 2003, tomó otra polémica decisión suya, al mandar a detener a cuarenta militares argentinos, creando una de las mayores crisis diplomáticas con el Gobierno de Néstor Kirchner. Fue necesaria la intervención de la ministra de Asuntos Exteriores, Ana de Palacio, para tranquilizar a un Kirchner que amenazaba con la retirada de su embajador en Madrid, pese a lo cual la lluvia de improperios sobre el titular del Juzgado de Instrucción 5 de la Audiencia Nacional fue descomunal.
 
Por eso, la presencia del juez Garzón en un acto que formaba parte de la campaña electoral de Cristina Fernández de Kirchner, la mujer de Néstor Kirchner, causó estupor y asombro en muchos de los asistentes, especialmente al estar vinculada la conferencia (La Justicia en periodos de transición)  a su campaña electoral. 
 
Aunque ese día disertaban en Nueva York otros dos pesos pesados de habla hispana (Michelle Bachellet en la Universidad de Columbia y Evo Morales en el centro San Marcos Place), la intervención de la hoy presidenta argentina acaparó la mayor parte de las portadas de los rotativos al día siguiente. Nadie, sin embargo, hizo la más mínima alusión a la única nota discordante del inicio de campaña: la presencia del juez español tomando parte en un acto de significación política, situación que aparece prohibida en la Ley Orgánica del Poder Judicial a menos que el miembro de la judicatura haya pedido previamente la excedencia de la carrera judicial.
 
Mucho menos que el titular del juzgado de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional ocupara parte de su parlamento en dar el placet a Cristina Fernández de Kirchner como una de las campeonas de los «Derechos Humanos», asunto que hasta entonces era prácticamente patrimonio de la izquierda no solo en América Latina sino en medio mundo. O que al final del acto el Juez Campeador, como le ha bautizado irónicamente una parte de la prensa española, declarara a 26noticias.com que «creía que aquel era un buen momento para repasar con la futura presidenta algunos aspectos de los derechos humanos y ver las causas [pendientes] por los sumarios abiertos contra los responsables de la Dictadura Militar en España y en Argentina».
 
Al leer estas escandalosas declaraciones, sectores del CGPJ se echaban las manos a la cabeza escandalizados: ¿Desde cuándo los jueces despachan los asuntos judiciales con los políticos? ¿Qué hace un juez español, por muy estrella que se crea, anunciando públicamente que va a «repasar» con el presidente de una República la situación de los sumarios que presuntamente se instruyen en su juzgado y que, en virtud de la independencia judicial, no pueden ni deben salir del ámbito de las cuatro paredes de su despacho?.
 
Y es que escasas semanas antes de que el miembro de la judicatura española se prestara a hacer de valedor de Cristina Fernández de Kirchner y a bendecir y levantar acta con su presencia de su pedegree democrático ante las fuerzas vivas de Buenos Aires trasladadas a Nueva York, Garzón era calificado por un sector de la Prensa española de utilizar «métodos nazis» en sus interrogatorios al someter a un grupo de técnicos policiales a un inmisericorde calvario, por lo cual pidió amparo al CGPJ y anunció una querella, obligándoles a declarar hasta altas horas de la madrugada, acusándoles de falsedad documental en un asunto que no era de su competencia y del que a los pocos días resultaban absueltos por otro juzgado, en el llamado caso del ácido bórico español.
 
Las relaciones a veces tormentosas y en ocasiones de una amistad sin límites, entre el juez y la presidente argentina Cristina Fernández Kirchner aparecen reflejadas en el libro Garzón: juez o parte, escrito por el periodista y escritor José Díaz Herrera que se pone a la venta este martes por la casa editora La Esfera de los Libros.
 
El libro (22 capítulos) es un demoledor alegato contra los jueces estrellas y, concretamente, contra el trabajo de Baltasar Garzón como personaje público sujeto a críticas, que no sale bien parado en ninguna de las 888 páginas de la obra. Antes de salir a la luz, para limar aristas que pudieran considerarse querellables, ha sido leído durante dos meses y medio por un equipo de abogados dirigido por la letrada Cristina Peña. Así y todo, el relato es devastador para la labor del titular del Juzgado Central de Instrucción número 5.
 
Así, en otro de los capítulos se asegura que Garzón está considerado como el personaje más popular de la judicatura española de todos los tiempos, hecho que nadie niega (en el servidor Google su nombre y primer apellido aparece 984.000 veces) el juez español es un hombre controvertido, polémico, querido en América Latina y odiado en España a partes iguales; elevado casi a la mítica categoría de un semi dios en Chile y Argentina, especialmente, y vituperado por izquierdas y derechas en la Piel de Toro donde para mucha gente no es un juez imparcial. Por el contrario, gran parte de sus diligencias judiciales aparecen plagadas de errores e inexactitudes, por lo que los inculpados suelen acabar en libertad.
 
Mata pollos
 
Nacido en 1955 en Torres, un municipio agrícola de la provincia de Jaén, en la Andalucía pobre y profunda, hijo de un jornalero reconvertido en empleado de un surtidor de gasolina y de un ama de casa, la primera biografía que apareció de él fue a finales de los años ochenta y en ella el periodista, Ramón Tijeras, le calificaba ya como un niño travieso que, con apenas año y medio, le mató todos los pollos a una de sus tías arrancándoles el cuello uno a uno.
 
Años más tarde, aparece como monaguillo en la iglesia del pueblo, lo que le catapulta al seminario provincial donde pocos años antes de ordenarse sacerdote, cuelga el traje talar porque era incapaz de articular un sermón y apenas dominaba el arte de la oratoria. Además, su voz atiplada, no le favorecía precisamente en el momento de subirse al pulpito. «Su voz de pito, acentuada por la adolescencia, movía muchas veces a risa», afirma uno de sus ex compañeros. Es entonces cuando decide estudiar la carrera de Derecho en Sevilla, a donde se ha trasladado la familia, a finales del franquismo.
Aunque todas las hagiografías que se han escrito sobre él le presentan como un estudiante ejemplar, casi modélico, lo cierto es que obtuvo unas notas bastante mediocres, incluida la asignatura de religión, y tuvo que dedicar dos años a preparar las oposiciones a la judicatura, a donde ingresa con el número 13 de una promoción de 55 aspirantes.
 
Sus primeros años como servidor de la Justicia tampoco fueron ejemplares. El que posteriormente sería considerado azote de ETA dejó en libertad por entonces a un cura en Vitoria, donde estuvo destinado unos meses, tras la muerte de un terrorista al que el sacerdote encumbró a los altares, declarándole «mártir del pueblo vasco» y, en Villacarrillo, otro de los municipios en que ejerció asaltó una vivienda trepando por las paredes, al estilo del bandolero televisivo Curro Jiménez, para entregar una citación a un empresario que se negaba a comparecer ante su juzgado, cuenta uno de sus abogados amigos como una de sus hazañas sin añadir que estuvo expuesto probablemente a recibir una perdigonada.
 
La implicación de los gobiernos del PSOE, con Felipe González como presidente, en el terrorismo de Estado para combatir a ETA entre los años 1983 y 1987, como único método que conocía entonces un sector del PSOE para forzar a Francia a dejar de ser «tierra de asilo» de un grupo de asesinos (los crímenes de los GAL se cometieron, salvo uno, en territorio francés), le lanzó al estrellato a partir de 1987.
 
Por esa época, Garzón acababa de aterrizar en la Audiencia Nacional (el único tribunal español de ámbito nacional, con competencias tasadas en materia de narcotráfico, terrorismo, delitos monetarios, financieros y societarios esencialmente) y había heredado de su antecesor un sumario casi elaborado sobre los Grupos Antiterroristas de Liberación (los GAL), cuyos responsables habían asesinado en el Sur de Francia a casi una treintena de presuntos terroristas.
 
Meses más tarde, tras librar dos comisiones rogatorias a Portugal y Francia, procesaba a dos policías del servicio de información de Bilbao, José Amedo Fouce y Michel Domínguez, a los que atribuía la organización de dos ametrallamientos a dos bares (Consolation y Batzoki), realizado por mercenarios portugueses con apoyo de policías franceses, donde se habían producido media docena de heridos.
 
La condena de Amedo y Domínguez a 108 años de prisión al negarse a delatar a sus compañeros de fechorías y las maniobras del ministerio del Interior para impedir que fueran encarcelados, magnificadas por la Prensa, le lanzaron al estrellato en España en una etapa en que la corrupción institucional campaba por sus respetos y lo mismo se encarcelaba al director general de la Guardia Civil (el Benemérito Instituto), Luis Roldán que al Gobernador del Banco de España, Mariano Rubio.
 
En medio de tanta incertidumbre por los escándalos de corrupción y de terrorismo institucional, Garzón se alza como un personaje incorruptible, un ejemplo a imitar y a seguir por las jóvenes generaciones, como la espada flamígera del Arcángel San Gabriel, como se le define entonces en sorna, capaz de desafiar al Estado, de ponerle de rodillas y de exigir al todopoderoso Felipe González la entrega de los listados de la partida de fondos reservados (dinero opaco del Gobierno, del que no se rinde cuentas al Parlamento)  para perseguir al crimen de Estado.
 
La obra agrega en otro de sus apartados que es precisamente en aquellos «años negros» del felipismo cuando el juez más admirado de España por su supuesta integridad deja pasmada a su feligresía. Con el pretexto de «limpiar al PSOE de corruptos» da el salto a la política y se presenta como «número dos» del partido fundado por Pablo Iglesias un siglo antes por las listas de Madrid, detrás de Felipe González.
 
Su inquietud era muy diferente. Guiado por su «vanidad infinita», tal y como se le ha definido, por un afán de ostentación y de sobresalir sobre los demás que le lleva a convertirse en el novio en todas las bodas y el muerto en todos en los entierros, pronto queda al descubierto su verdadera personalidad.
 
Según se revela en Garzón: Juez y parte, citando a otros libros publicados anteriormente, y otras fuentes, poco antes de abandonar la judicatura para ingresar en la política cometió dos de los actos más censurables en que puede incurrir un juez. En primer lugar recibió al ex miembro de los GAL, Michel Domínguez, excarcelado ilegalmente de la prisión de Guadalajara y le sonsacó todo lo que sabía del terrorismo de Estado sin consignarlo en el sumario correspondiente. Poco después se presentó con una maleta de papeles en la Moncloa, le enseñó a Felipe González el sumario sobre el secuestro de Segundo Marey y le expuso la situación en que estaban los altos cargos de Interior, según una información poco conocida, publicada y no desmentida nunca por Garzón.
 
Pretendía con ello, al parecer, ganarse la confianza del dirigente socialista pero no fue así. Desde su ingreso en la política, el PSOE le sometió a un férreo marcaje, a una estrecha vigilancia, grabando todas las entrevistas que sostiene con sus colaboradores en un piso secreto del barrio de Cuatro Caminos de Madrid, en el número 6 de la calle José María de Castro exactamente ─ el zulo del candidato─ que le ha puesto el partido pero que, en realidad, es una de las tapaderas del Cesid (los servicios secretos españoles). En esas conversaciones, revela que su verdadero objetivo es hacerse con el control de las unidades especializadas de la policía y de la fiscalía (drogas, terrorismo, blanqueo de capitales, corrupción) y crear un verdadero aparato dentro del Estado ─pero al margen del Estado─. Algunos socialistas de la época llegaron a definirle como «nuestro Beria», en referencia a Lavrenti Pavlovich Beria, debido a sus ansias desmesuradas de controlarlo todo.
 
La negativa de Felipe González y de los ministros y altos cargos de Interior José Luis Corcuera, Rafael Vera, José Barrionuevo o Juan Alberto Belloch a concederle los superpoderes que pretendía y con los que aspiraba a sustituir a González años más tarde, le llevó a regresar a su juzgado meses más tarde y a poner en marcha su supuesta venganza personal contra el carismático dirigente socialista, solo comparable a Julián Besteiro.
 
Para ello, según los diversos libros publicados por los perjudicados y no desmentidos por el juez, Garzón urdió uno de los planes más maquiavélicos que se han dado en la justicia española desde los tiempos de la Inquisición y de los juicios sumarísimos del franquismo.
 
Utilizando información extrajudicial obtenida en su etapa de Interior ─ por ejemplo, las cuentas que el Gobierno había abierto en Suiza a los ex policías José Amedo y Michel Domínguez y que administraban sus esposas─, amenazando a estos con meterles a la cárcel junto con sus mujeres si no colaboraban, reabrió el sumario sobre el secuestro de Segundo Marey y encarceló a la cúpula de Interior.
 
Las irregularidades cometidas en todo el proceso hacen época.  «Garzón interrogaba siempre de noche, se entrevistaba previamente con Amedo y Domínguez y les indicaba lo que tenían que decir, cuando se equivocaban interrumpía el interrogatorio, se reunía con ellos en secreto, les leía de nuevo la cartilla y volvía a iniciar las diligencias», recuerda uno de los letrados. El propio José Amedo, en un libro publicado y no desmentido por el juez relata: «Me dijo en privado que en el interrogatorio delante de los abogados tenía que implicar a Rafael Vera en el pago de los fondos reservados para el poder meterle en la cárcel. Le contesté que lo deducía pero que no lo sabía a ciencia cierta porque nunca le vi manejarlos. Entonces me amenazó: Me tienes que contestar que sabes exactamente que Vera administraba los fondos reservados. ¿Si no, como crees que voy a poder meter a un secretario de Estado en la cárcel?».
 
La mayor de las arbitrariedades la cometió, sin género de duda, con el general Emilio Alonso Manglano, jefe del Cesid, al que consideraba implicado en el terrorismo de Estado. Un día se presentó en la celda que ocupaba el coronel Juan Alberto Perote, subordinado de Manglano, en la cárcel de Alcalá de Henares. Efectuó un registro en su celda y, «casualmente», el ex jefe de la Agrupación Operativa de Misiones Especiales del Cesid tenía una buena parte de los archivos sobre el terrorismo de Estado ocultos en su celda, a merced de que fueran incautados por los servicios secretos.
 
Nada más hacerse con los documentos, pese a que estaban clasificados por entonces y su manejo podía considerarse un delito, llamó a Manglano a su despacho, le puso delante una hoja de papel y le ordenó que escribiera «Pte», «para el viernes», «Pdte» y otras frases aparentemente sin sentido. Cuando el Gobierno desclasificó los papeles del Cecid, se conocieron las intenciones del juez. En algunos de los documentos, Emilio Alonso Manglano había escrito de puño y letra esas expresiones. «Garzón, por lo tanto, estaba prefabricando pruebas ilegales, trabajando sobre documentos que no podía tener en su poder, para meter en la cárcel a Felipe González cuando el Gobierno del Partido Popular desclasificó los documentos», se ha dicho de él, sin que se preocupara de desmentirlo. Pese a todo y aunque lo intentó en dos ocasiones, el Tribunal Supremo se negó a encausar al jefe del Gobierno, al que había señalado, sin citarlo por su nombre, con una significativa X en su organigrama para llegar a la cabeza de los GAL.
 
Un asunto, por cierto, que está por esclarecer todavía. Porque tras la negativa en 1999 del Alto Tribunal de procesar al dirigente socialista, el caso dejó de tener interés para el juez estrella. De manera que de los veintinueve asesinatos cometidos por esta banda terrorista sólo se conocen los autores materiales y los inductores de cuatro: los de José Antonio Lasa, Zabala, Jean Pierre Leiba y el del ginecólogo bilbaíno Santiago Brouard. Garzón, que ha pasado a la historia como el hombre que plantó cara al terrorismo de Estado, no desentrañó ninguno de ellos. Es, por lo tanto, un falso mito, un héroe construido con materiales que se derriten a poco que se investigue en sus sumarios.
 
Porque otra de las grandes mentiras contadas sobre el personaje ─ según se narra en otro capítulo del libro de Díaz Herrera─ es que se trate de un jurista de prestigio internacional, el gran forjador de la Justicia Universal, el hombre que ha elevado los principios emanados de los tribunales de Nuremberg y Tokio, en categoría de doctrina para perseguir a los grandes genocidas del universo.
 
Basta sin embargo repasar cualquier colección legislativa española para darse cuenta de que el juez de jueces no ha puesto una sentencia en su vida que tenga el suficiente prestigio para ser recogida en los tomos de jurisprudencia que se manejan en todos los juzgados y tribunales españoles. Ni siquiera lo ha hecho como juez de primera instancia, formando parte de un tribunal unipersonal, en un simple delito de faltas. Y jueces que no hayan puesto una sentencia en España ─ aunque se hayan pasando media vida instruyendo─ se pueden contar con los dedos de la mano.
 
Ocurre lo mismo con su promoción personal. Cuando se observa el escalafón de jueces, su nombre figura en la página siete con el número de orden 171. Todos sus compañeros de promoción o bien están en el Tribunal Supremo, en los Tribunales Superiores de Justicia, son presidentes de Audiencias Provinciales o presidentes de sala como ocurre, por ejemplo, con el juez Ángel Márquez, el magistrado que investigó el caso Juan Guerra, con Manuela Carmena, Margarita Robles (sala II del Supremo), con Jacobo López Barja (Gabinete del Supremo) o Javier Vieira (presidente de la Audiencia de Madrid) y otros muchos.
 
¿Por qué la eminencia gris de la Justicia española es, en la actualidad, el «último por la cola» de su promoción?. Las razones hay que atribuirlas a su afán desmedido de protagonismo, a su obsesión por estar en todas las salsas, a colaborar con todos los gobiernos y luego a enfrentarse a ellos en un intento de matar al padre, según el conocido síndrome, porque
Fue lo que le ocurrió a Garzón con José María Aznar. Nada más llegar al poder en 1996, se convirtió en el látigo de ETA, hizo suyos centenares de informes policiales sin contrastar muchos de ellos y metió en la cárcel a la trama política de la organización terrorista, en algún caso, como el del diario Egin, atribuyéndose un sumario que no era suyo, ya que había sido iniciado años antes por su compañero Carlos Bueren en el Juzgado de Instrucción número 1.
 
Posteriormente presentó su candidatura al premio Nobel de la Paz y como Aznar se negó a apoyarle en una entrevista radiofónica, inició su guerra particular en su contra aprovechando su polémica decisión de apoyar la invasión de Irak y le amenazó en reiteradas ocasiones con que acabaría ante el Tribunal Penal Internacional por meter a España en una guerra ilegal y coadyuvar con su estrategia en la ONU y en la Cumbre de las Azores al genocidio del pueblo iraquí.
 
Como sus veladas y no tan veladas amenazas al presidente del Gobierno superaban con creces la libertad de expresión que atribuye la Ley Ogánica del Poder Judicial a jueces y magistrados, el Consejo General del Poder Judicial le abrió dos expedientes de los que se salvó por los pelos. Sin embargo, un año más tarde, en 2004, cuando  presentó su candidatura a presidir la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional ─tras fracasar en su intento de Conseguir el Nobel y de ser nombrado Fiscal del Tribunal Penal Internacional─ los jueces conservadores, mayoría en el CGPJ, tal vez le estaban esperando. Su currículum de 28 folios, que tiene publicados en cuatro idiomas, fue reducido por la comisión de calificación a siete míseras líneas y el de Javier Gómez Bermúdez ampliado no se sabe por quién en dos folios, en los que figuraban datos profesionales posteriores a la convocatoria de la plaza.
 
Garzón obviamente, fue triturado por la mayoría de sus compañeros que le acusan de dejar los sumarios a medias, de abusar de las escuchas telefónicas ─ procedimiento excepcional─ en las instrucciones y de fracasar en la mayoría de sus grandes macrosumarios que se quedan casi siempre en humo de paja. En algunas ocasiones su pésima y hasta nefasta instrucción, ha llevado incluso a algunos magistrados a «inventarse el encaje de algunos delitos» para salvarle la cara ante la opinión pública, como ocurrió con la instrucción seguida contra Al-Qaida, donde encontró dos teléfonos Trium hace una docena de años ─primer síntoma de que había células integristas dispuestas a matar al estilo del atentado de Bali─ y los pasó por alto.
 
El vuelo del Cóndor
 
El libro dedica un capítulo entero a desentrañar el intento de detención de Augusto Pinochet en Londres. Fue otra especie de montaje. Garzón, que es conocido mundialmente por el «caso Pinochet» no llegó a interrogar siquiera al dictador chileno, ni a imputarle delito alguno (se limitó a armar un sumario con un documento de una comisión de investigación parlamentaria, el informe Rettig y alguna declaración de familiares de las victimas), hecho que sí consiguió el juez chileno Juan Guzmán Tapia, ya jubilado.
 
Lo que desconoce la opinión pública mundial es que para hacerse con este sumario que instruía Manuel García Castellón, un colega suyo, Baltasar Garzón hizo la siguiente maniobra: desglosó parte de un sumario sobre la represión en Argentina ─ la operación Condor─ y se dedicó a tomarle declaraciones en España a muchas de las personas (miembros del Partido Comunista Chileno) que habían denunciado los mismos hechos (Caravana de la Muerte, etc) en Chile.  Luego, de acuerdo con uno de los querellantes, el dirigente socialista Joan Garcés, esperó a que la Audiencia Nacional cerrara y actuando con nocturnidad y alevosía, sin conocimiento del fiscal ni del juez competente en el caso, que no era él, cursó la orden de extradición contra el dictador chileno al Reino Unido.
 
Este controvertido proceder suyo le hubiera costado el puesto, sin duda, de ser otra la persona imputada, pero a Garzón se le ha admitido siempre todo pese a que es él mismo quien se delata en sus propios libros. «Poco podía hacer ya que el juez competente era Manuel García Castellón. Por eso le recomendé a Garcés que hablara con mi colega. Pero desconfiaba de la diligencia de García Castellón. [Este] aceptó tramitar una comisión rogatoria para interrogar en Londres al dictador chileno. […] El viernes 16 de octubre yo había admitido, a primera hora de la mañana, una nueva querella contra el dictador por genocidio, torturas y terrorismo por su implicación en la llamada Operación Condor», ha dejado escrito en su libro Un Mundo Sin Miedo. «Por la noche, cuando sólo quedaba un funcionario de Interpol, cursé la orden» dejando a García Castellón con un palmo de narices.
 
Si el mundo es de los osados esta claro que Garzón es uno de ellos. Su obsesión por convertirse en defensor de los Derechos Humanos como una virtud exclusiva de la izquierda, le ha llevado a perseguir a las dictaduras del Cono Sur, no admitiendo ni siquiera a trámite querellas contra Teodoro Obiang Nguema, el dictador de Guinea, Fidel Castro, Daniel Ortega o Santiago Carrillo, el supuesto genocida español de Paracuellos del Jarama, al que se le atribuyen centenares de asesinatos en la Guerra Civil. «El caso fue amnistiado por el Rey», ha dicho en uno de sus autos y le contestó al juez Guzmán Tapia en un coloquio en Nueva York, cuando este le recriminó no perseguir los delitos de la Guerra Civil en España escudándose en las amnistías, como si las dictaduras de Argentina y Chile no hubieran dictado también sus leyes de Punto y Final o de Obediciencia Debida (amnistías encubiertas), para proteger a sus genocidas.
 
Con Garzón, la Audiencia Nacional española es el único «tribunal penal internacional» que tiene encausados a los mandatarios de más países del mundo, sin contar con mandato alguno de organismos internacionales ni disponer de un cuerpo jurídico-doctrinal reconocido internacionalmente como el Estatuto de Roma, por el que se regula el funcionamiento de la Corte Penal Internacional.
 
España tiene en la actualidad imputados a altos cargos de los Estados Unidos (vuelos de la CIA y muerte del periodista Couso), a los dirigentes de la República Popular China (Tibet y secta Falung) y se iniciaron procesos para imputar a todos los dictadores del Cono Sur (operación Condor), que luego se materializaron sólo en contra de las juntas militares de Argentina y de Chile, vulnerando el principio de ambos países a ejercer su soberanía y a iniciar sus procesos de transición, apoyados desde España en la etapa de Adolfo Suárez y Felipe González. Otras dictaduras como la guatemalteca, han sufrido los rigores del juez Garzón y de otros magistrados de la Audienia Nacional.
 
Las dictaduras de los países del Este, responsables de masacres mucho mayores que la argentina o la chilena (se habla de un millón de muertos), han quedado al margen pudiendo hacer sus transiciones políticas sin problemas. Tampoco a nadie se le ha ocurrido perseguir a Francia por la represión en Argel e Indochina ni a Bélgica por las matanzas ocurridas en la descolonización del Congo.
 
En 1998 Baltasar Garzón rechazaba por enésima vez una querella contra Santiago Carrillo, al que un grupo de familiares de víctimas de Paracuellos del Jarama consideraban autor de diversas masacres. El juez, además, acusó al procurador, abogados y acusaciones de «mala fe procesal». Tras rechazar la querella contra Carrillo, el Principe de la Justicia, el gran valedor de la justicia Universal, en cambio, ha admitido en 2006 varias querellas por supuestos crímenes cometidos en la Guerra Civil Española. Los presuntos asesinos, en este caso, no eran ni comunistas ni socialistas sino personas sin identificar por el momento, presuntamente de derechas, que dieron «paseos» en la retaguardia durante la Guerra española.
 
Otra de sus actuaciones más audaces y controvertidas, se dice en Garzón, juez y parte, fue el juicio paralelo que montó en España por las masacres de las Torres Gemelas y el Pentágono de Washington, por el que insólitamente detuvo e incriminó a más gente en este país que el poderoso FBI en los Estados Unidos.
 
El 11 de septiembre de 2001, cuando Al-Qaeda derribó las Torres Gemelas de Nueva York, el juez Fernando Baltasar Garzón Real estaba en México, en el hotel Nikko, situado en la calle de los Campos Elíseos del barrio de Polanco, al otro lado del parque de Chapultepec. Acudía a participar en algo tan cercano a la justicia como un programa de televisión y a impartir algunas conferencias con las que incrementar sus ingresos.
 
De regreso a España, el fiscal norteamericano de origen español, nacido en Zalla (Vizcaya), Herculano Izquierdo, miembro de la Fiscalía de Manhattan y mano derecha del legendario fiscal Robert Morgenthau, descubrió la «célula de Hamburgo» de Al-Qaeda. Se-manas antes, al volver de un periplo por Alemania, Herculano había viajado al lado del terrorista Mohamed Atta, al que reconoció inme-diatamente después de la matanza en las cintas de vídeo grabadas en los aeropuertos.
 
Decidido tal vez a sumarse al carro de la popularidad, lograda por el mayor atentado terrorista de la historia, mientras se maquinaba con total impunidad la mayor masacre terrorista ocurrida en España, el instructor del Juzgado Central 5 de la Audiencia Nacional ordenó reabrir un viejo sumario que databa de 1994 y que se mantenía aun vivo debido a que tres juzgados ─ el 1, el 3 y el 5─ se habían concatenado y sustituido unos a otros para intervenir los teléfonos de un grupo de sirios extremistas, de la región del Alepo en su mayoría, vinculados a los Hermanos Musulmanes y a los Soldados de Alá. Los terroristas solían reunirse en la Mezquita de Tetuán, en Ma-drid, y aparentemente no mantenían relaciones con los autores de los atentados de las Torres Gemelas ni con el Pentágono (la mayoría de nacionalidad saudí). El hombre que veía amanecer se las arregló, sin embargo, para establecer vínculos y acabó deteniendo a más de me-dio centenar de personas tras una serie de espectaculares persecucio-nes policiales conocidas como bajo la denominacion genérica de Operación Dátil.
 
En dos de estas macroredadas aparecieron por primera vez sendos aparatos de teléfono de la marca Trium, con agujeros los agujeros correspondintes, similares a los empleados por Al-Qaeda en el atentado de Balí,  de la misma marca y modelo a los que serían utilizados en la masacre de Madrid del 11 de marzo de 2004, cuyos autores intelectuales no han sido hallados. La lectura de los sumarios revela que ni la policía ni el juez profundizaron en esta investigación, lo que tal vez hubiera podido arrojar alguna luz e impedir que se cometieran los atentados del 11-M en Madrid o detectar quiénes fueron los autores intelectuales de los mismos ─los cerebros de la banda criminal, por decirlo de otra manera─, dato que no ha podido verificarse tras el reciente juicio.
 
La vista oral de la causa de las Torres Gemelas revela que tampoco se escucharon muchas de las grabaciones telefónicas que ocupaban 75 cajas enormes, con centenares de cintas etiquetadas pero sin catalogar cada una de ellas. En el plenario, además, varios acusados declararon que el instructor se inventó sus testimonios, hecho que no quedó desvirtuado para muchas de las defensas, lo cual tampoco constituye una imputación nueva contra el instructor.
Celebrada la vista oral que presidió el magistrado Javier Gómez Bermúdez, la «conexión española de los atentados de las Torres Gemelas» quedó rota por los hechos y las acusaciones del Fiscal se deshicieron como un castillo de naipes. Muchos de los detenidos quedaron en libertad por falta de cargos. Otros para los que el fiscal pedía hasta 73.340 años de cárcel vieron reducida su condena a penas casi simbólicas. Los 223.222 años de prisión total solicitados para el conjunto de los acusados se redujeron a apenas 152 de cárcel.

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