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MARRÓN Y PESTILENTE, por Víctor Gago

LD (Víctor Gago) Todo está claro de narices, de un claro que tira para atrás, una claridad mareante, como la que hizo al joven Eutico caer desde un tercer piso mientras Pablo de Tarso hablaba a la asamblea. Hoy hay que ir al baño para toparse con la epifanía. Algo que tenga sentido, que haga caer al personal del guindo o del alféizar.
 
Por ejemplo, este letrero colgado actualmente de la puerta del baño masculino de un lujoso edificio de oficinas en la city madrileña:
 
"Desde hace unos meses, venimos denunciando cómo un grupo de homosexuales utilizan estos servicios para sus prácticas amorosas. Esto conlleva:
 
Restos biológicos

Preservativos usados, ropa interior (marrón y pestilente) y demás utensilios arrojados en el suelo o inodoro

Negación por parte del servicio de limpieza de limpiar los cubículos por la repugnancia que produce.

Visto que tras las advertencias, dicha actividad no hace más que incrementarse, la Dirección advierte que se ha establecido vigilancia y que a los homosexuales a quienes se sorprenda realizando dichas prácticas en este lugar o cualquier otra parte del edificio se les denunciará hasta el límite máximo que permita la Ley.

La Dirección"

El aviso es real como la vida misma. Cientos de ejecutivos lo encuentran cada día al ir al servicio, en una de las sedes empresariales más exclusivas de la capital.
 
Lo que escasea aquí y ahora, en España,  no es el significado, sino palabras humildes como éstas, capaces de abrir el sentido en canal, de hacer que todo encaje.La verdadera penuria, el estraperlo, lo que se ha puesto por las nubes es el habla, no el marisco.
 
Todo el mundo entiende a estas alturas lo que persiguen Zapatero y Rajoy al margen, por encima, por debajo o por detrás de lo que dicen. La calamidad espiritual provocada por esa casta, básicamente heredera del régimen de la Restauración, es precisamente ésa: sus palabras ya no protegen al pueblo de sus acciones. Han dejado de disimularlas. Total para qué, si el pueblo ha desarrollado una tolerancia tal al embuste, que se administra a sí mismo la mentira, sin necesidad de que lo hagan los políticos.
 
Cuando ve en la tele a Zapatero hablando de firmeza contra ETA y aferrándose a la cláusula de negociación con los terroristas que le concedió el Congreso, el pueblo ha aprendido por sí mismo a desligar ambas acciones, sin necesidad de que la propaganda oficial le inyecte en vena el anestésico.
 
Y cuando descubre al PP defendiendo políticas liberales y dignidad frente a los insultos, mientras avala el canon digital [a ver si se aclaran], el protocolo de Kyoto, la subasta del gasto social o la neutralidad profesional del grupo Prisa, el pueblo español de derechas ya es lo bastante mayorcito como para enchufarse solito la secadora y poner la colada mental a centrifugar.
 
Cuando Diego López Garrido explica que el Gobierno conserva el permiso de negociar con ETA porque sabe anteponer "la unidad de los demócratas" al interés del PP en dividir a la Cámara, lo suyo ni siquiera es cinismo, sino una especie de mímica. Una mímica perezosa, una farsa del pasado, un andrajo del viejo pudor que daba mentir en una sociedad decente.
 
El cinismo es otra cosa. El cinismo usa las palabras para declarar legítima la mentira. Pero lo que empieza a escasear en la nueva moral de casta son precisamente palabras reales con que tapar la vergüenza.
 
Han mentido tanto, que lo que dicen no significa nada y lo que hacen lo dice todo. Un estado carencial que horrorizaría al Príncipe perfecto de Maquiavelo, para quien incluso la razón de Estado debe, en última instancia, ser razonable y razonada.
 
Cuando Rajoy dice que irá al canal Cuatro a debatir con Zapatero, y no a TVE, porque el primero es independiente y el segundo, una oficina del Gobierno, lo que hay no es cinismo, sino algo mucho peor: olvido de excusas anteriores, lo que convierte el lenguaje político en un palimpsesto con capas de mentiras sucesivas, cada una invalidando la anterior, como si nadie recordase.
 
Explicar que el PP respaldó el nombramiento de Luis Fernández como presidente de RTVE; que Rajoy estuvo en abril, muy motivado, en el programa Tengo una pregunta para Usted, y que Rajoy en persona decretó una cuarentena para los medios del grupo Prisa, entre ellos Cuatro, mientras alguien en nombre de esa compañía no pidiese perdón por llamar "extrema derecha" y "guerracivilista" al único partido de oposición al Gobierno de Rodríguez Zapatero; explicar por qué no hay que explicar el brusco cambio de criterio o las intermitencias del carácter, es lo que distingue la razón de la arbitrariedad.
 
Lo peor de esta Restauración postmoderna, a diferencia de aquella otra que trajo Narváez en 1874, es que restaura el silencio sin la inocencia de entonces. Una inocencia capaz de inspirar lo peor y lo mejor, asonadas sangrientas y también empresas de razonable grandeza como la Transición.
 
Soy de los que piensa que la Constitución de 1812 no es para tanto, que expresa un liberalismo temperamental, demasiado hispano, demasiado hidalgo, y que nuestro eslabón liberal con la modernidad occidental es la de 1837, texto cosmopolita e individualista que un grupo de exiliados en Inglaterra durante la década ominosa redactó, pensando más en Bentham y en Locke, que en la Segunda Escolástica y en Cervantes.
 
Pero si hay algo presente a lo largo de la bicintenaria épica constitucional de España, llena de infortunios y gestas, es que todos querían tener razón.
 
Tener razón, en la edad de la inocencia española, equivalía a tener la verdad y la justicia. Por eso nuestro XIX , nuestro 98 y nuestro 27 son tan fecundos y singulares, porque a este lado de Los Pirineos la Verdad –lo justo, lo que debe hacerse– y la Razón –lo fáctico, lo que puede hacerse– han seguido siendo la misma cosa.
 
Hasta hoy. Hasta esta Restauración sin inocencia, sin Razón y sin Verdad emprendida por Zapatero y Rajoy, por Rajoy y Zapatero, tan distintos en lo accesorio como unitarios en sus prestaciones históricas.
 
Su sincronía desmoraliza: han devaluado las palabras a base de anegar la razón con ellas, así como los arbitristas castellanos provocaban la devaluación de la moneda recomendando la acumulación de oro y de plata en el reino. Cuando hablan, intentan tapar acciones con andrajos. Son como embalsamadores con vendas reutilizadas.
 
Dejar abierta la puerta a la negociación con ETA después de otros cinco muertos, o acatar que el grupo de Comunicación pro-gubernamental que hostiga sin tregua a la Oposición marque al líder de esa Oposición lo que tiene que pensar sobre TVE son decisiones que merecen una explicación imaginativa o noble. Una ficción o un fundamento moral. Pero se ha vuelto un lujo encontrar palabras que añadan algo a lo que los políticos intentan patéticamente ocultar.
 
Ya nadie se cae del tercer piso por la verdad, como Eutico. El narrador de este hecho del apóstol dice:  "La estancia estaba llena de lámparas". En la frase siguiente, Eutico se va al piso. Pocas transiciones tan expresivas, con menos información. Un escritor de hoy, pongamos Suso de Toro, llenaría ese espacio en blanco entre las lámparas y la caída, de un montón de palabrería sobre la paz y la democracia. Ya nadie quiere caerse de la ventana o del guindo, de bruces contra lo marrón y lo pestilente. Los hombres no pueden soportar demasiada realidad, dice T.S. Eliot.
 
Y el pueblo no quiere caerse ni del zócalo.

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