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Adolfo D. Lozano

De las cartucheras femeninas a la barriga masculina

Estando la insulina alta, su influencia es tan importante que aunque se liberen ácidos grasos de las células grasas, éstos no van a emplearse como fuente de energía.

A la hora de perder peso y con ello redefinir la silueta, la preocupación de hombres y mujeres suele ser distinta. Mientras el caballo de batalla de las mujeres son las caderas, el de los hombres es la zona abdominal. De aquí que hablemos de las cartucheras femeninas y de la barriga masculina. Dicho de otro modo y más visualmente, los hombres tienden a engordar en forma de manzana, mientras las mujeres lo hacen en forma de pera. Todos, en mayor o menor medida, somos conscientes de esta realidad. Pero, ¿por qué hombres y mujeres engordamos de manera diferente? Explicaré la razón de este hecho así como por qué, desde este punto de vista y una vez más, mis recomendaciones nutricionales son la solución a la actual epidemia de obesidad.

El intento de explicar por qué hombres y mujeres acumulamos la grasa corporal preferentemente en zonas distintas, y en último lugar por qué se producen también estas diferencias entre un individuo y otro, se remonta a los muy primeros años del siglo XX. Fue en concreto el médico alemán Gustav von Bergmann quien acuñó por aquel entonces el término lipofilia para referirse a la distinta afinidad para acumular grasa de unas zonas y otras del cuerpo. Igual que nos crece el pelo en unas zonas y no en otras, hay partes del cuerpo más lipofílicas que otras. Las ideas en torno a la lipofilia de Bergmann calaron profundamente en lo que podría denominarse la escuela o corriente europea del metabolismo durante casi toda la primera mitad del siglo pasado. Sin embargo, hubo que esperar hasta los 70 para poder explicar aún mejor aquel concepto de lipofilia y saber cómo operaba a nivel enzimático. La llamada lipoproteína lipasa (LPL) se descubrió entonces como una enzima clave en la distribución de la grasa corporal. Como ya expliqué, la grasa corporal la acumulamos en forma de triglicéridos, que igualmente antes de entrar a formar parte de una célula del tejido graso o adiposo son triglicéridos; la cuestión es que un triglicérido es demasiado grande para entrar tal cual en la célula grasa, y por tanto necesita primero descomponerse. Es como si la puerta de entrada a una célula grasa fuera tan pequeña que el triglicérido (ácidos grasos y glicerol) tuviera que dividirse y luego recomponerse dentro de nuevo. Puede parecer una tarea complicada, pero es algo en lo que es especialista la lipoproteína lipasa (de ahora en adelante, LPL).

La presencia mayor o menor de LPL en las células grasas determina en gran medida nuestra lipofilia o tendencia a engordar. Mientras los hombres concentran más LPL en las células grasas de la zona abdominal, las mujeres suelen tener mayor presencia de LPL en las células grasas de caderas y glúteos. Esto es lo que definitivamente explica por qué hombres y mujeres tenemos una distribución distinta de grasa corporal. Igualmente, si las mujeres presentan una grasa corporal en conjunto superior a los hombres es porque ellas tienen en conjunto más enzimas LPL en las células grasas de su cuerpo. Pero la LPL también está presente en el tejido muscular. Mientras la LPL en las células grasas favorece la acumulación de grasa corporal, la LPL en las células musculares favorece la quema de grasa como fuente de energía.

Podríamos por un momento soñar con manipular la actividad de la LPL y encontrar así una solución a nuestros problemas de metabolismo. Pero esta opción ya existe pues, ¿cuál es el principal regulador de la actividad de la LPL? La insulina. Y, ¿de qué depende en gran parte nuestro control de los niveles de insulina? En efecto, de nuestro mayor o menor consumo de hidratos de carbono. Cuando la insulina está elevada, la LPL se activa en nuestras células grasas, mientras se inactiva en nuestras células musculares. Esto es, nuestro cuerpo se centra en almacenar grasa corporal. El escenario opuesto, que usemos la grasa corporal como fuente de energía en lugar de acumularla, tiende a producirse cuando la insulina desciende. Estando la insulina alta, su influencia es tan importante que aunque se liberen ácidos grasos de las células grasas, éstos no van a emplearse como fuente de energía. La insulina elevada en suma ordena a los músculos que sigan quemando glucosa (azúcar) en lugar de grasas. Fijémonos en todo lo que es capaz de hacer aquella comida alta en carbohidratos que dispara nuestra insulina.

Igualmente, tales explicaciones sirven para entender por qué los hombres empiezan a engordar más a partir de determinada edad, y por qué las mujeres no sólo engordan más sino también con mayor pronunciamiento a partir de la menopausia en su zona abdominal. Junto con la tendencia a segregar más insulina conforme envejecemos, los hombres van lentamente reduciendo su testosterona; cuanta menos testosterona tiene un varón, más LPL habrá en su grasa abdominal. En el caso de las mujeres, sucede algo semejante no sólo en sus caderas sino ahora también en su zona abdominal con la pérdida general de estrógeno.

Robert Eckel, antiguo presidente de la Asociación Americana del Corazón, reconoció que "el consumo habitual de carbohidratos podría tener un efecto más fuerte sobre el almacenamiento de grasa subcutánea que la grasa de la dieta". Sin embargo, la Asociación Americana del Corazón sigue enclaustrada desde hace décadas en su obsesión por las dietas bajas en grasa y altas en carbohidratos. Reconocer que te has equivocado, y durante largos años, puede ser un paso demasiado vergonzante si eres una organización de prestigio internacional. Los efectos lipogénicos de la insulina nunca han sido algo controvertido dentro del estudio del metabolismo. Igual que es indiscutida la relación entre niveles de insulina y consumo de carbohidratos. Es más, a finales de los años 30 el concepto de lipofilia y sus implicaciones estaban más que aceptadas en la medicina europea. Por desgracia, Ancel Keys y su cruzada contra las grasas y Jean Mayer como héroe nacional del ejercicio como cura dieron alas a la fulgurante corriente norteamericana de medicina que se resumió en un error: pensamiento calórico. El pensamiento hormonal que habíamos inaugurado los europeos quedó claramente desplazado. Hablaré en otra ocasión de este cambio de paradigma histórico. Y si los 50 últimos años no son muestra incontestable del rotundo fracaso del pensamiento calórico y sus recomendaciones dietéticas, ¿qué más puede serlo?

Resulta dramático que una abrumadora parte de la comunidad científica involucrada en el estudio del metabolismo prefirió taparse los ojos y eludir por completo sacar conclusiones dietéticas o nutricionales de sus investigaciones sobre la insulina. Cuando el gobierno proclamaba la urgencia de llenar nuestras despensas de carbohidratos bajos en grasas, puede que contradecir al gobierno no fuera lo que más te interesara si eras un científico candidato a subvenciones.

Recuperar el pensamiento hormonal puede que acabe siendo nuestra tabla de salvación antes de hundirnos en un océano de carbohidratos, inflamación y enfermedad. Si tu destino es una vida mejor, sólo necesitas un pasaporte: una dieta antiinflamatoria. La cuestión es, ¿estamos dispuestos a ello?

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