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Agapito Maestre

Lluvia de agosto

Llueve suavemente sobre los Campos de Calatrava. Caracuel es mi lugar de aprovisionamiento más cercano. Miro y admiro los alrededores de la casita de Caracuel. Percibo el olor a tierra mojada del jardín y el platear de la laguna en agosto. El fresco de la mañana me reconcilia con la naturaleza. Las aves han dejado de trinar. Está muy nublado. Mientras Rodrigo rasga el violín con el arco, del piano salen unos bellos sonidos. Mi hijo mayor se ejercita tocando Para Elisa. Beethoven de fondo para consignar la visión: Encinares en las zonas de mayor sequía, y alcornocales y melojares sobre los terrenos más húmedos. Pinos, almendros, chopos, nogales, membrillos, higueras y palmeras en mi jardín. Al lado, campos secos y amarillos, tierras rojizas en barbecho, y eras macilentas, descoloridas y tristes, porque ya nadie quebranta la mies para separar el grano de la paja.
 
A lo lejos grandes montones de tierra removida comparten silencio con unas grúas detenidas al borde de un yacimiento arqueológico, de más de un kilómetro cuadrado de extensión, pertenecientes a una ciudad de la época tardo-romana. Las obras de la autovía están detenidas. En el horizonte, aunque aparecen más lejanas que los restos de cerámica, baldosas y vasijas halladas en esas viejas casas de los ibero-romanos, toca mi alma y acaricia mi vista una levísima cordillera, que  casi me rodea, como si quisiera darme cobijo, para aplacar mi ánimo viajero. Montes fáciles de recorrer entre jarales y brezales, a veces, acompañados de madroños y genistares. Montes para soñar y acaso para recorrer entre cañadas, vías pecuarias, veredas y canales. ¡Todo se andará!
 
Mientras tanto, me conformo con este olor a tierra mojada, anuncio de  vida que da vida, imaginación y sosiego. Persiste la fina lluvia de agosto, doy un rodeo a la casita y miro al Norte, a Caracuel. Allí adivino el llamado monte Nogales, que acoge los restos de un castillo. Por el camino que sale de la ermita del Santo Cristo, accedo a contemplar de cerca lo que es ya un cartel en la memoria fotográfica de quien transita con frecuencia por la N-420:  Su torre del homenaje de planta pentagonal y los restos de muro en forma de “U”.
 
Más abajo, en el centro de pueblo una casa muy restaurada exhibe un magnífico escudo, parece que allí vivió el gran poeta Garcilaso de la Vega. No me extraña. He oído el ladrido cansino de un perro abandonado en el camino del castillo, e inmediatamente  he recordado el bello soneto del toledano al can que perdió el amo: “A la entrada de un valle, en un desierto, / do nadie atravesaba, ni se veía, / vi que con extrañeza  un can hacía / extremos de dolor con desconcierto; / agora suelta el llanto al cielo abierto, / ora va rastreando por la vía; / camina, vuelve, para, y todavía / quedaba desmayado como muerto. / Y fue que se apartó de su presencia / su amo, y no le hallaba; y eso siente; / mirad hasta do llega el mal de ausencia. / Movióme a compasión ver su accidente; / díjele, lastimado: “Ten paciencia, / que yo alcanzo razón, y estoy ausente.”
 
Ha dejado de llover. El sol quiere salir y los pájaros han vuelto a trinar. Frases trilladas, según el cronista, que sirven para engañarnos, para seguir afanándonos en nuestros trabajos durante la monotonía de un verano manchego. Español. Olvidado. Allí donde La Mancha desparece, el cronista está convencido de que esto seguirá siendo un desierto, “la entrada a un valle”. Nadie vendrá por aquí a pasar unos días y largarse a consumir otros paisajes; en el mejor de los casos, pasarán rápido por la N-420 para llegar a los famosos campos de Alcudia y acceder por el lugar más natural a Andalucía. Lo grave es que a la gente de la Junta de Castilla-La Mancha le importa poco estos lugares sino es para sacar votos. Nada de esta tierra y, por supuesto, nada referido a Garcilaso de la Vega en Caracuel, recogerá la Junta de Comunidades en su “Ruta del Quijote”, uno de esos eventos que preparan las instituciones del Estado para dar un bajonazo a Cervantes, a los clásicos de España, en el IV Centenario de la publicación de “El Quijote”. Es su peculiar forma de conmemorar a un autor que olvidó intencionadamente, suponemos que con sobradas razones, el nombre del pueblo donde su héroe habitaba: “En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...”. Una ruta, pues, sin origen no es ruta sino engaño. Confusión entre comercio, turismo y cultura. Nada.  

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