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Agapito Maestre

Príncipe de los cristianos

Apelar al diálogo con los cristianos es, al fin, para González una forma de mala retórica, porque no concibe que un cristiano pueda ser ciudadano

Uno de los principales problemas políticos de la UE es no saber dónde ubicar a la religión. Más aún, la propuesta de religión civil como sustituto de la genuina religión, que ésta hizo posible, se ha revelado un fracaso en el siglo XX. Las experiencias modernas de esa religión laica no han podido ser más trágicas. Robespierre y Stalin son formas de interpretación radical, quizá las únicas que quepan según los más pesimistas, de la doctrina de Rousseau sobre la virtud de una religión civil capaz de crear cohesión social. Pero los socialistas españoles han optado, y de ahí vienen muchos de los problemas con la Iglesia católica, por esta vía sin evaluar los peligros totalitarios que lleva aparejada.
 
Las declaraciones y medidas adoptadas por el Gobierno de Zapatero son una apuesta por la religión civil, en realidad, una forma obstinada por dejar fuera de juego de la democracia, de la construcción de la esfera pública política, al grupo mayoritario de la población española, los cristianos. Sin embargo, el planteamiento que algunos socialistas hacen del asunto mueve a sospecha. Por ejemplo, el artículo de Felipe González, publicado el miércoles en El Periódico, es muy significativo para comprobar el desdén con el que los socialistas tratan el asunto. Desdén, sí, porque consideran que no existe un problema serio en las relaciones entre la Iglesia y el Gobierno. ¡Son cosas de la Iglesia! ¡Cosas de reaccionarios! ¡Nada importante! Son las triviales exclamaciones de un problema grave, gravísimo, porque está poniendo en cuestión tanto la libertad de los cristianos a actuar en la vida pública como la viabilidad de una sociedad genuinamente democrática.
 
Aunque González no llega a la trivialización que del asunto han hecho algunos imbéciles, cuando señalan que los cristianos todavía no son perseguidos por los anticlericales como ellos desearían, concluye que sólo hay ruidos. Nada serio sucede, porque él dejó, según se desprende de sus palabras, comprada y bien comprada a la Iglesia católica en España. Dos perversidades graves se derivan del artículo de González sobre "Laicidad y confesionalidad". Primera, a la Iglesia sólo le interesa el dinero del Estado. Segunda, por fortuna, las quejas de la Iglesia pueden ser rebatidas por "cristianos" fetén, como un tal José María Martín Patino, quien ha dejado claro, naturalmente en una homilía civil en El País, que las preocupaciones de la Iglesia en su relación con el Estado son falsas y falaces.
 
Así pues, concluye el bienpensante González, si hay algún problemilla, dialoguen Iglesia y Gobierno con sosiego e inteligencia, porque todo puede negociarse en el marco de unos acuerdos de los que, según dice, él fue su principal artífice. Incluso afirma tajantemente, con una facundia difícil de imitar, que no hay Gobierno en el mundo que trate mejor a la Iglesia que los del socialismo español. Gracias, según Felipe González, a que él mismo consiguió unos acuerdos Iglesia-Estado inmejorables en el mundo, todo puede resolverse con "diálogo". Sin embargo, cuando uno está tentado de considerar a González como un nuevo "príncipe de los cristianos" europeos, escribe unas palabras que nos sitúan de verdad en el centro del problema: Sigamos negociando, viene a concluir, pero no olviden los cristianos, la Iglesia, que "yo me sitúo entre los que perdieron la fe y sufren una especie de minusvalía para hacerse comprender por los que la usan como arma de combate por sus creencias."
 
Con esta posición no sólo se autodescalifica como negociador limpio, o sea que asista al foro público sin amenazas y ventajismos, sino que también descalifica toda la perorata anterior sobre los Acuerdos Iglesia-Estado. Apelar al diálogo con los cristianos es, al fin, para González una forma de mala retórica, porque no concibe que un cristiano pueda ser ciudadano. Antes al contrario, los excluye como ciudadanos porque los que acusa de usar la fe como arma de combate. Ningún analista político serio puede mantener sin sonrojarse, como hace González, que los ciudadanos cristianos españoles quieran imponer sus dogmas a nadie. Eso es falso. No querer entender nada. Pues de lo que hoy se trata, sobre todo, es de que los "ciudadanos cristianos", al modo de los "ciudadanos liberales", o de los "ciudadanos socialistas", sean juzgados, como en la época de San Pablo, como ciudadanos y no como cristianos.

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