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COMER BIEN

Un año más... Albariño

Cuenta la leyenda que en los tiempos en los que el viejo camino hacia Occidente que marcan las estrellas de lo que llamamos Vía Láctea empezó a llamarse Camino de Santiago, unos monjes bernardos, de Cluny, encargados de cuidar de ese Camino, llevaron consigo a Galicia, al Finis Terrae, unas cepas de sus uvas blancas preferidas.

Cuenta la leyenda que en los tiempos en los que el viejo camino hacia Occidente que marcan las estrellas de lo que llamamos Vía Láctea empezó a llamarse Camino de Santiago, unos monjes bernardos, de Cluny, encargados de cuidar de ese Camino, llevaron consigo a Galicia, al Finis Terrae, unas cepas de sus uvas blancas preferidas.

Las replantaron frente al mar, en el paradisíaco valle del Salnés. Aquellas uvas, según esa leyenda, fueron las que dieron origen a uno de los vinos blancos más importantes del mundo cristiano, del mundo que aprecia el vino: el Albariño. Ahora, los científicos, como siempre empeñados en destrozar las más bellas leyendas, opinan que esto no fue así, y que esas uvas son poco menos que autóctonas.

A mí me da igual. Tengo al Albariño por un vino enorme, grandísimo, y me encantan las leyendas que han surgido en torno a algo tan legendario como el vino. Creo, además, que si eliminamos las leyendas, la Historia sería mucho más aburrida. Fueran quienes fueran los que trajeron las cepas de Albariño a Galicia, monjes cluniacenses o legionarios de Augusto, las consecuencias mil o dos mil años después son extraordinariamente gratificantes.

Lo que sí sabemos es que, allá por los años 50, un grupo de entusiastas, entre los que se contaban Álvaro Cunqueiro, José María Castroviejo, Ramón Cabanillas y Manuel Fraga, instituyeron una fiesta en honor del Albariño. Este fin de semana hemos celebrado, en Cambados, la quincuagésimo séptima edición de esa fiesta.

Naturalmente, hay una cata, para otorgar el premio al mejor Albariño del año. Para ello, catadores del Consejo Regulador de la Denominación de Origen "Rías Baixas" hacen una primera selección de vinos, que se presentan a una cata en la que este año intervinimos 23 catadores, entre bodegueros y viticultores de la zona y expertos llegados de toda España. En la cata eliminatoria participaron 61 etiquetas, de las que las doce mejor puntuadas pasaron a la final. Y de esa final salieron el bronce (Señorío de Rubiós), la plata (Pazo Pondal, que como el anterior viene de la subzona del Condado de Tea, en las riberas del Miño, aguas arriba de Tuy) y el oro, que recayó en un vino del Salnés, de Cambados, el Lagar de Costas.

Lagar de Costas, ganador del oroAlgo habrá que comentar. La cosecha del 2008 ha sido calificada simplemente de "buena" por el propio Consejo, tras dos años de otorgar la calificación "excelente". Ciertamente, estos 2008 están buenos, pero no emocionan. Habrá algunos que, tras unos meses en botella, mejoren. Yo les he notado una acidez alta y, cosa que me preocupa más, una demasiado notoria presencia de carbónico. Por supuesto, un Albariño del 2008 es capaz de satisfacer a cualquiera, pero no es un 2007.

A la gente, durante años, se le enseñó que un Albariño es un vino del año; así, había, y todavía hay, quienes rechazan en el restaurante un 2007 para exigir un 2008. Craso error, y no porque en esta ocasión haya una importante diferencia cualitativa. Es que los Albariños, si están bien elaborados, son vinos que se expresan mucho mejor dos años después de la vendimia que el año inmediatamente posterior. Ganan. Es posible que se les pueda achacar una leve pérdida de frutosidad, de frescura; pero se vuelven adultos, más serios e incomparablemente más comunicativos.

Yo llevo más de veinte años siendo miembro de ese jurado de cata. Creo que algo sobre el Albariño he aprendido. La verdad: me gusta mucho. Aunque haya jurado, al ser investido Caballero de la Orden, tenerlo como rey de los vinos del mundo cristiano, no me ciega ni el juramento ni el paisanaje para afirmar que los mejores blancos del planeta son los Montrachet borgoñones. Pero coloco a los Albariños –por lo menos a algunos Albariños– al nivel de los buenos blancos alsacianos y renanos. En este sentido, no deja de ser sintomático que el tercer cliente mundial de los vinos de las Rías Baixas sea precisamente Alemania, país al que sólo superan en el mundo en afición a este vino gallego los Estados Unidos e Inglaterra.

Un vino, francamente, para disfrutar de él. Una centolla, unas nécoras, unos percebes, no tienen mejor compañía posible. Incluso me atreveré a afirmar que un buen Albariño es el único vino que es capaz de aguantar sin arrugarse el reto de los sushis y sashimis de la tan omnipresente cocina japonesa. Pero de lo que no tengo la menor duda es de que, en un atardecer en la ría de Arousa, se apalanca uno, como acabo de hacer yo, en una terraza orientada a Poniente, para disfrutar de esas maravillosas puestas de sol galaicas, y puede alcanzar un estado bastante parecido a la felicidad si, además del espectáculo del sol y el mar, le ponen delante una copa de Albariño, fresquito y vivaz, o "cantarín e algareiro", como lo definió el gran poeta cambadés Ramón Cabanillas, de cuyo tránsito a la inmortalidad se cumple ahora medio siglo. Queridos amigos, va por ustedes.

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