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Albert Esplugas Boter

El derecho a vivir y a morir en paz

La diferencia entre quitarle la vida a una persona sin su consentimiento (asesinato) y terminar su vida con su consentimiento (suicidio asistido) es conceptualmente la misma que entre un robo y aceptar una donación.

El caso de Eluana Englaro ha planteado en Europa el mismo debate que hace tres años suscitó en Estados Unidos la muerte asistida de Terri Schiavo: la legimitidad de la eutanasia y la protección de una vida aun a expensas de la voluntad de quien la vive.

Eluana, la joven italiana que permaneció en coma 17 años, falleció el pasado martes 10 de febrero después de que suspendieran la alimentación e hidratación artificial que la mantenían con vida. El padre de Eluana asume toda la responsabilidad por lo ocurrido y asegura que está llevando a cabo el deseo expreso de su hija de no vivir en estas condiciones. El Congreso italiano a instancias del partido de Berlusconi se movilizó para intentar aprobar una ley que obligara a mantener con vida a Eluana y el Vaticano también ha presionado para impedir la muerte de la muchacha.

Algunos partidarios de seguir alimentando a Eluana opinan que la vida es un valor absoluto y debe protegerse siempre y en toda circunstancia. Esta visión no admite excepciones ni matices, y por lo tanto no acepta el suicidio ni el suicidio asistido como opciones legítimas. El problema con esta postura es que convierte el derecho a la vida en una obligación, y un derecho no lleva implícito la obligación de ejercerlo.

Negar el derecho al suicidio o al suicidio asistido supone negar que tengamos un "derecho de propiedad" sobre nuestro cuerpo (un derecho a decidir sobre nuestro cuerpo). Negar este "derecho de auto-propiedad" plantea irresolubles preguntas y absurdas conclusiones, sobre todo si uno es de inclinación liberal: ¿Cómo puede justificarse el derecho de propiedad privada sobre bienes materiales si no se acepta el derecho de propiedad privada sobre nuestro propio cuerpo? Si no somos propietarios de nuestro cuerpo, ¿tenemos derecho a fumar un cigarrillo o a comer una hamburguesa o tenemos que esperar a que el Ministerio de Sanidad nos dé permiso? Si nosotros no tenemos derecho a decidir sobre nuestro cuerpo, ¿quién lo tiene? Porque alguien debe poder decidir sobre nuestro cuerpo si es que nosotros no podemos, aunque sólo sea para prohibirnos decidir. ¿No resulta paradójico que el derecho de propiedad sobre nuestro cuerpo recaiga en alguien que es completamente ajeno al mismo, que ni lo siente ni lo controla?

Quienes confunden el asesinato con el suicidio asistido están obviando un elemento clave: el consentimiento de la persona afectada. La diferencia entre quitarle la vida a una persona sin su consentimiento (asesinato) y terminar su vida con su consentimiento (suicidio asistido) es conceptualmente la misma que hay entre quitarle 100 euros sin su consentimiento (robo) y tomarlos con su consentimiento (aceptar una donación). Es imposible hablar de agresiones a la propiedad (incluido nuestro cuerpo) sin referirnos al consentimiento de la persona sobre el uso de esa propiedad. En el suicidio asistido dos personas adultas deciden voluntariamente sobre algo que es propiedad de uno de ellos.

En el caso de los pacientes que, como Eluana o Terri, no pueden expresar ningún consentimiento porque se encuentran en estado vegetativo, la cuestión se complica. En otros escenarios en los que una persona sufre incapacidad y debe tomarse una decisión, la ley suele contemplar que sean los más allegados quienes elijan. La premisa razonable es que la esposa, marido, padres, hijos etc. son quienes más interés tienen en el bienestar del afectado y tratarán de reproducir la decisión que aquél hubiera tomado. Es cierto, no obstante, que en el caso de la eutanasia estamos hablando literalmente de una decisión de vida o muerte, y si la decisión no es tomada en interés del paciente la consecuencia es fatalmente irreversible. Además, la preferencia por vivir es intensa en casi todas las personas, sea cual sea su condición.

Por este motivo puede ser prudente hacer recaer la carga de la prueba en quienes piensan que el paciente hubiera elegido morir. Si el paciente dejó su voluntad por escrito, no hace falta intentar adivinarla. Si no lo ha hecho, entonces los familiares deberían aportar indicios que sugieran que el paciente se hubiera decantado por la eutanasia. En el caso de Eluana, el padre ha insistido en que era el deseo expreso de su hija no ser mantenida con vida en estas condiciones, después de que un amigo suyo sufriera un episodio similar. Ha dicho el padre de Eluana:

Cuando volvió de su última visita a su amigo en coma me dijo que no quisiera jamás encontrarse en una situación así y me hizo prometer que ocurriera lo que ocurriera, nunca la abandonaría en ese estado.

Si no hay motivos para dudar de la sinceridad y el amor del padre por su hija, esta declaración debería tenerse en cuenta.

La oposición a contemplar la eutanasia como una opción, en contra de la voluntad explícita o estimada del afectado, lleva implícita la premisa paternalista de que nosotros sabemos mejor lo que conviene a esa persona que ella misma. No nos preocupa su opinión, le imponemos nuestra creencia de "lo que es correcto" aunque ella la hubiese rechazado.

Si a mí me ocurriera una desgracia que me incapacitara para tomar decisiones, sumiéndome en un estado vegetativo que me causara enorme sufrimiento, me gustaría que las personas que más me quieren se pusieran en mi piel y tomaran la decisión que creen que yo tomaría en esas circunstancias. Estoy seguro de que eso es lo que harían, con independencia de lo que dijera el Vaticano o el presidente del Gobierno.

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