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Alberto Gómez

Los auténticos rockeros

La diferencia entre países ricos y pobres es abismal: allí es inconcebible el esperar a cobrar a fin de mes sin miedo a que el contratista se fugue o volver tan campante del trabajo sin miedo a que hayan incendiado tu casa y violado a tu mujer.

Todos hemos visto en Haití cómo una sociedad entera queda destruida material y socialmente por un terremoto de una escala que, en zonas densamente pobladas de California o Japón, apenas hubiera provocado unas pocas víctimas. No se trata sólo de la solidez de las construcciones o la rapidez de las comunicaciones. Son también otras cosas, que existen en el mundo desarrollado y no existen en Haití. Si no fuera por la ayuda internacional, el país seguramente iría derecho a la edad de piedra.

Ante la desorganización y la delincuencia que asola países tercermundistas después de una catástrofe, lo normal es sucumbir a la tentación de la explicación racista. A fin de cuentas es la única explicación al alcance de la mayoría, incluidos los paternalistas e hipócritas que se mantienen en lo políticamente correcto por razones de cálculo social. En el sentido popular del término, la raza tiene muchos componentes. Hasta el descubrimiento de la genética y los movimientos prehistóricos de población, la raza englobaba tanto la sangre como lo que ahora se llama cultura o civilización, que se transmitían de generación en generación como una misma cosa. Y así sigue siendo a efectos prácticos, porque es difícil separar ambos aspectos. Ocurre, sin embargo, que, cerca de Haití, en Barbados, su población casi en su totalidad formada por ex esclavos negros, tiene una de las rentas per capita más altas de América latina. Por tanto, no es una cuestión racial en el sentido estricto.

Hace unas pocas decenas de miles de años todos estábamos en África. Mutación arriba, mutación abajo, todos somos africanos, esencialmente idénticos a los de Haití y al hombre de Altamira. Lo que ocurre es que aquí y ahora vivimos con distintas perspectivas vitales. Las personas criadas sin atenciones tienden a vivir al día. Es una adaptación lógica a la vida en peligro, con poca ayuda. Además, venimos al mundo con esa perspectiva a corto plazo, porque es la que nos garantiza salir adelante en el peor de los casos. Eso hace que el vivir al día sea muy difícil de abandonar si no es con atención educativa y buenos modelos de manera ininterrumpida durante varias generaciones.

Aquí mismo se observan diferencias de perspectiva entre las clases sociales: las personas de clase obrera estudian e invierten menos y consumen inmediatamente más porcentaje de lo que ganan, aún en el caso de que su renta sea mayor que alguien de clase media. Pero la diferencia entre éstos y los países subdesarrollados es abismal: allí es inconcebible el esperar a cobrar a fin de mes sin miedo a que el contratista se fugue o esperar que el tren llegue a la hora, o volver tan campante del trabajo sin miedo a que hayan incendiado tu casa y violado a tu mujer. Sin esa confianza no puede haber división de trabajo, ni mercados eficaces, comunicaciones, ahorro, capital ni respeto. No puede haber riqueza material ni social. Y por tanto, lo lógico es prepararse para una vida corta, sin dar ni esperar nada bueno del prójimo.

Quizá la civilización es precisamente eso: transmitir, a través de generaciones, esa confianza y dar motivos para aumentarla. Pero somos esencialmente los mismos africanos. Por tanto, la tentación de vivir al día y de luchar por ser el gallito del corral es lo que le pide el cuerpo a cualquier espécimen mal criado de cualquier edad. Por si éstos quieren buscar un referente para vivir rápido, morir joven, dedicarse a la droga, la música y el baile, ya saben dónde y cómo viven los auténticos rockeros, que, por cierto, siempre suelen ser excelentes músicos y danzarines. No tienen oportunidad de exhibirse de otra forma.

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