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Alberto Míguez

¿Para qué sirve la ONU?

Como el papel lo aguanta todo, incluidos los disparates gramaticales, ortográficos y semánticos, nadie debería extrañarse con los diversos comunicados salidos de la Cumbre europea de Atenas, donde los cuatro países del Consejo de Seguridad (Alemania, Francia, Reino Unido y España) se atribuyen “un papel significativo” en la reconstrucción y normalización de Irak para después rubricar otro comunicado donde se otorga a la ONU un “papel central” en la posguerra iraquí.

Tantos papeles y tantas atribuciones no sólo son excesivas: parecen irrelevantes y eso se demostrará en la hora de la verdad. A estas alturas, los iraquíes no han logrado siquiera que la organización internacional (“la cosa”, que le llamaba De Gaulle) haya avalado el programa “petróleo por alimentos” por segunda vez. Nada importa que los iraquíes se mueran de hambre, que los hospitales carezcan de medicinas, de electricidad o de agua. A los burócratas de Nueva York les importa un pito: buena forma de inaugurar ese “papel central” que los europeos le ofrecieron a Kofi Annan en bandeja porque políticamente es correcto y así creen calmar los ardores guerreros de los pacifistas indígenas. A la misma hora en que menudeaban las declaraciones y resoluciones en abierta competición para ver quién emitía más obviedades, si la UE, los países del Consejo o el “trío de San Petesburgo”, en Ginebra se celebraba una de las ceremonias mas indecentes de cuantas hay memoria: la Comisión de Derechos Humanos escuchaba atentamente todas las atrocidades, mentiras y amenazas del embajador cubano ante otros complacientes embajadores de 52 países que dicen velar sobre los derechos humanos en el mundo.

Se trataba esta vez de elaborar una resolución sobre los recientes crímenes y barbaridades cometidas por Fidel Castro y sus sayones, que van desde la detención, tortura y condena de los disidentes más pacíficos y amables, a la ejecución a sangre fría de tres individuos que intentaron huir del país como hacen miles de personas todo el año, prueba suplementaria de que la Cuba de Llamazares, Ibarretxe y García Márquez es un paraíso. El representante de Costa Rica se las vio y deseó para poder colar una resolución condenando los crímenes más recientes de Castro. Todo ello presidido por la embajadora de Libia, país donde, como todo el mundo sabe, los derechos humanos se respetan de forma irrestricta y las mujeres están emancipadas, es decir, no llevan velo y no se las lapida en público.

El resultado de las votaciones sobre esta resolución costarricense ha servido para calibrar la calidad moral de individuos como Duhalde, Lula y otros ilustres caballeros. La Comisión de Derechos Humanos de Ginebra rehúsa pronunciarse sobre lo que ocurre, por ejemplo, en Siria (un “país amigo” de Aznar) o en Guinea Ecuatorial o en Corea del Norte. Y cuando lo hace sobre Cuba y decide enviar un Relator o Relatora, el gobierno cubano advierte por boca de su embajador que no piensa hacer el más mínimo caso de sus consejos y no dejará entrar a la misión informativa. En doce ocasiones la Comisión condenó a Cuba y en doce ocasiones los cubanos se rieron a carcajadas. Y eso que, como decía muy recientemente un embajador español (qué iba a decir, si vive de eso) la Comisión es uno de los organismos mas acreditados del “complejo ONU”. Cómo serán los otros.

En los últimos meses la ONU, el Consejo de Seguridad, la Asamblea General y toda la fronda adyacente han demostrado hasta la saciedad que no podrán jugar el papel para el que se fundaron y concibieron porque están anquilosados, resultan arcaicos y los países los utilizan como subterfugio o recurso. La crisis de Irak ha sido apenas un ejemplo pero hay muchísimos más. La disyuntiva es relativamente fácil y, por tanto, imposible: o la organización internacional asume los problemas del planeta en los albores del siglo y se reforma en profundidad, o para nada vale mantener esta ficción que, además de inútil, es cara, no garantiza la legalidad internacional, ni la paz, ni las libertades y derechos del género humano. Simplemente genera frustraciones, oculta los verdaderos problemas de nuestras sociedades y se ha convertido finalmente en un barco a la deriva, sin motor ni timón, poblado de figurones y burócratas. Más claro, agua.

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