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Alberto Recarte

2. El préstamo del FMI

Libertad Digital publica en tres entregas este artículo sobre la crisis argentina que aparecerá en el próximo número de"La Ilustración Liberal".

2. El préstamo del FMI:
III Las instituciones
IV El préstamo del FMI de 2001


III Las instituciones

El “plan Bonex”, la implantación de la convertibilidad irrevocable, fue una arriesgadísima apuesta de la que Argentina, si se recupera, quedará permanentemente afectada. La parte academicista y profesoral del plan es idéntica a la de la política económica a la que Solchaga sometió a los españoles desde el 87 hasta el 93. La tesis de Solchaga, como la de Cavallo, era que él cumplía con su responsabilidad fijando irrevocablemente el tipo de cambio, y que las instituciones políticas, económicas y sociales, los empresarios, el gobierno y los sindicatos tenían que adaptarse a esa realidad, modificando su comportamiento. Si no lo hacían y la economía se estrellaba, no era su responsabilidad, pues él ya había advertido de las condiciones necesarias para que funcionara.

El plan Solchaga estuvo a punto de destruir la economía española, pero, afortunadamente, el tipo de cambio de la peseta no se mantuvo, sino que fue devaluado cuatro veces por el mercado –“los especuladores”, según Felipe González– permitiendo, posteriormente, un imprescindible reajuste del gasto y de los comportamientos sociales, políticos y económicos, que comenzó durante el último gobierno del PSOE, pero que llevó a cabo el primer gobierno del PP.

El problema de los que no han asimilado las lecciones históricas –como, en mi opinión, Cavallo– es creer que las instituciones se acomodan a lo que dictan los boletines oficiales del Estado, en lugar de ser relaciones complejas de imprevisible –pero lenta, en cualquier caso– evolución. Cuando se hablaba –y todavía se hace– de “convertibilidad” del peso y el dólar, la cantinela que se oye al fondo, recitada por un coro de bienpensantes, era que “como la ortodoxia financiera que implica la convertibilidad es buena en sí, es imposible que su aplicación pueda causar ningún problema a la economía argentina” y que, además, “como la economía argentina es relativamente cerrada y sus relaciones comerciales con Brasil –su primer socio comercial– no son excesivamente significativas en términos de PIB, la continua revaluación de la moneda nacional que representa el mantenimiento del tipo de cambio no significa un obstáculo excesivo al crecimiento”. Bastaría –dicen, como si ello fuera suficiente, al margen de su dificultad– con rebajar nominalmente precios y salarios para restablecer los equilibrios.

Ello implica no darse cuenta de que, en cualquier economía, pero más en una en la que el tipo de cambio es el del dólar, no es posible que ninguna empresa mantenga su competitividad con tipos de interés del 20% o, en todo caso, mucho más altos que los de las principales economías, competidoras o no. En economías con estos costes de endeudamiento, los empresarios no invertirán ni renovarán; además, de una u otra forma, todos los ciudadanos sacarán del país toda la liquidez en dólares de la que tomen posesión –no tan sólo los beneficios empresariales– y la colocarán, como ahorro financiero o inversión, en otros países.

Y si, además, la clase política del país en cuestión –Argentina en nuestro caso– quiere comprar la aprobación de los votantes con menos impuestos, más gasto público, más derechos sociales, más exenciones y, simultáneamente, con acuerdos con los principales monopolios o –en el caso opuesto– con un intervencionismo reductor del beneficio, incompatible con la actividad normal de las empresas más importantes, ocurrirá que, aunque esté cerca del equilibrio fiscal, la deuda pública seguirá incrementándose y las expectativas de todos los agentes sociales se reducirán hasta que, inevitablemente, desaparezcan los dólares de la circulación; lo que reducirá la base monetaria, contraerá la actividad y hará inevitable la suspensión de pagos.


IV El préstamo del FMI de 2001

El actual esquema de funcionamiento de la economía argentina hace muy difícil la recuperación. El préstamo del FMI de 40.000 millones de dólares se concedió tanto para dar tiempo a las reformas como para evitar el contagio al resto de países de la zona, ya afectados por los descalabros de Perú, Ecuador, Venezuela y Colombia, y no tanto porque el futuro estuviera despejado.

Ni estoy defendiendo ni creo en las devaluaciones competitivas. Lo que sí creo es que la devaluación permite volver a restablecer los equilibrios económicos cuando han sido rotos, precisamente, por un exceso de gasto público, de déficit, de crecimiento salarial o de abuso de posiciones de monopolio. Las devaluaciones permiten volver a empezar, dan una nueva oportunidad a los países que se han empobrecido como consecuencia de los abusos de sus gobernantes. Creer, como lo ha hecho Cavallo, y lo hizo Solchaga en su día, que anunciar las reglas de juego de la economía de competencia perfecta es suficiente para alterar el funcionamiento de las instituciones es un imperdonable pecado doctrinario. En su contexto histórico es un experimento similar al que durante doscientos años han hecho los países latinoamericanos, que creían que para que funcionaran las instituciones políticas era suficiente con copiar el texto de la Constitución americana o de la francesa de turno, sin aceptar que ésta era una consecuencia de la aceptación social de unas instituciones previas, como la propiedad privada y la separación estricta de poderes.

El préstamo del FMI no ha logrado disipar las dudas sobre el sistema monetario argentino y cada vez que ha habido –posteriormente– un problema internacional, como la flotación de la moneda turca, o cuando la economía estadounidense ha dado muestras de debilidad, o Japón ha confirmado su incierta situación económica, el crédito argentino se ha resentido.

La falta de competitividad de la economía argentina, entre tanto, se ha agudizado porque ha seguido aumentando el gasto público, en particular las transferencias sociales, el gasto provincial y el peso de los intereses, lo que, junto al mantenimiento de una legislación sobre relaciones laborales al estilo español y de un Estado de las Autonomías también similar al nuestro, se ha traducido en una pérdida de vigor interno primero y en el estancamiento económico desde hace 32 meses.

El tipo de cambio fijo actúa como desencadenante de un círculo vicioso: los altos tipos de interés que provoca afectan a la actividad, reducen la inversión y aumentan el gasto y el déficit público. Y cada vez que el gobierno intenta eliminar el déficit subiendo los impuestos, vuelve a reducirse el crecimiento y potenciarse la economía sumergida.

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