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Alberto Recarte

En la muerte de Jesús Polanco

Él era, probablemente, un hombre convencido de tener la verdad. Convencido de que sólo el sabía lo que convenía a España. Convencido de que el poder era para usarlo.

Durante unos años, entre 1978 y 1994, tuve una buena, aunque superficial, relación con Jesús Polanco. En los años de la transición en los que trabajé con Adolfo Suárez, como miembro de su gabinete y después como consejero económico, la colaboración con El País, incluso con discrepancias, fue estrecha en defensa de la democracia. De hecho, la primera noticia sobre la conspiración de Armada se recibió en la Moncloa, hasta donde yo sé, a través mío, directamente de Javier Pradera, en el mes de julio de 1980.

En años posteriores, entre 1989 y 1994 escribí con frecuencia en El País, en un tono acusadamente crítico, básicamente sobre la política económica de los sucesivos gobiernos del PSOE, y nunca se me censuró una sola línea. Dejé de escribir en ese periódico cuando llegué a la conclusión de que sus posiciones políticas eran sectarias y negativas para la consolidación de la democracia en España. Y esa opinión se ha convertido, para mí, en una certeza. No se puede entender los problemas del nacionalismo secesionista ni la radicalización del PSOE de Rodríguez Zapatero sin el apoyo ideológico de la enorme empresa en la que se ha convertido PRISA.

En lo personal, lamento, por su familia y amigos el fallecimiento de Jesús Polanco y aprovecho estas líneas para trasladarles mi pésame.

Y también en lo más íntimo debo decir que, como persona interesada en mucho de lo que atañe a la sociedad española, que Jesús Polanco, como político y empresario, se fue convirtiendo, a lo largo de su vida, efectivamente, en Jesús del Gran Poder. El poder corrompe. Punto. A casi todos, políticos, empresarios, periodistas o intelectuales. En mi vida sólo he conocido a una persona con auténtico poder que no se corrompiese con él. Me refiero a Adolfo Suárez, que asistía, alucinado a veces, asqueado otras, desesperado otras muchas, a los destrozos que el ansia de poder y el poder mismo causaban entre amigos, colaboradores y adversarios. A él, los cinco años de Presidencia del Gobierno le marcaron con una depresión de la que nunca se curaría, porque para él el poder era, básicamente, servicio. Una afirmación que imagino le habría gustado leer como corresponde a lo mejor de su joseantonianismo.

A Jesús Polanco, con el que hace muchos años que no había hablado, el poder le venció. Y al final de su vida todavía más. Él no era, en mi opinión, un cínico, como lo son muchos de los que constituyen el equipo directivo de PRISA, que actúan empresarialmente sabiendo que tienen una audiencia cautiva a la que pueden vender y venden todo tipo de productos. Él era, probablemente, un hombre convencido de tener la verdad. Convencido de que sólo él sabía lo que convenía a España. Convencido de que el poder era para usarlo. En los tribunales, en los gobiernos, en las empresas, en la sociedad.

Sus últimas declaraciones públicas, en las que decidió que el PP era un partido fascista y en las que poco menos que anunciaba una nueva guerra civil si el PP volvía a tener la mayoría, resumen mejor que ninguna otra hasta qué punto el poder corrompe. Y nos recuerdan, a todos, que si queremos vivir en una sociedad democrática y libre tenemos que evitar el poder sin límites; de los políticos en primer lugar, pero también de los empresarios, en particular de los que lo son en sectores especialmente sensibles e influyentes como los medios de comunicación. Y la única forma de defendernos de los abusos de unos y otros es la separación de poderes, una justicia independiente y una Constitución que ampare los derechos de las mayorías y de las minorías.

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