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Alberto Recarte

La política de inmigración del PP y del PSOE (I)

La tecnocracia económica mantenía –y mantiene– que es inútil tratar de impedir la llegada de inmigrantes; incluso que eran imprescindibles para ocupar unos puestos de trabajo que ningún español quería.

Durante los últimos años de gobierno del PP hubo una durísima confrontación interna entre el equipo económico, encabezado por el anterior secretario de estado de Economía, Luis de Guindos, y el de Interior, cuyo máximo representante era Ignacio González, entonces responsable de Inmigración y hoy vicepresidente de la Comunidad de Madrid, precisamente sobre la política inmigratoria.
 
La tecnocracia económica mantenía –y mantiene– que es inútil tratar de impedir la llegada de inmigrantes; incluso que eran imprescindibles para ocupar unos puestos de trabajo que ningún español quería. Una realidad incontrovertible con los años de la recuperación entre el 96 y el 2003. Que, por tanto, el control de fronteras está condenado al fracaso; que, mientras haya demanda de trabajo, los inmigrantes llegarán  de una u otra manera y que es mejor reconocerlo, y legalizarlos y lograr que paguen, al menos, los impuestos sobre la renta y las cotizaciones a la seguridad social, con lo que, simultáneamente, se dificulta la existencia de la economía sumergida. Una posición muy cercana a la que mantiene el actual gobierno socialista, aunque las razones profundas de esta política sólo coincidan con las de ese grupo de economistas en los aspectos fiscales y en los deseos de mantener, a cualquier precio, el crecimiento.
 
La posición de los responsables de Interior del gobierno del PP era que había que poner límites, endurecer la política de visados, vigilar más estrechamente las fronteras y detener y expulsar a los ilegales. Sus razones eran de peso: era imposible garantizar un funcionamiento normal del estado de derecho con una actitud permisiva frente a la inmigración masiva, porque junto con los que buscaban trabajo se trasladaban bandas de delincuentes organizadas, muchas violentas, y, en la medida en que el enorme número de nuevos inmigrantes les ocultaba, la policía se encontraba sin medios ni preparación para hacerles frente. El problema se trasladaba, inmediatamente, a las cárceles, sobresaturadas, lo que, a su vez, obligaba, o justificaba, a los jueces de vigilancia penitenciaria y a los responsables de prisiones para conceder prisión atenuada de una forma también masiva.
 
De esas bandas de delincuentes se ha nutrido el terrorismo islamista para ejecutar el atentado de Madrid, por más que sus inspiradores haya que buscarlos fuera de nuestras fronteras, sin descartar posibles conexiones con el terrorismo de ETA. El funcionamiento tanto de la Guardia Civil como de la Policía, en la medida en que la investigación periodística –básicamente de El Mundo– profundiza, deja bien a las claras que nuestros cuerpos de seguridad no son capaces de controlar a esas bandas, y que el propio funcionamiento de nuestras policías es deficiente; muy al contrario de lo que ocurre con el control del terrorismo de ETA, una actividad en la que la policía española acumula casi cuarenta años de experiencia.
 
Todo ello al margen del coste, no cuantificado, que significa el incremento en la demanda de todo tipo de servicios públicos, no sólo educación y sanidad, sino del conjunto de prestaciones económicas que nuestro estado de bienestar suministra, que durante épocas de bonanza se financian sin dificultad pero que puede hacerse insoportable si se produce una desaceleración económica. Una situación que puede agravarse más de lo que imaginamos, porque nuestras permisivas leyes y prácticas inmigratorias permiten el agrupamiento familiar, de tal manera que cada contingente de 400.000 inmigrantes anuales se pueden transformar en uno o dos millones de nuevos habitantes anuales, a los que es preciso asegurar sus derechos, como a cualquier español de origen.
 
Por supuesto que, en la práctica política, la confrontación entre interior y economía la ganaron los economistas, porque las necesidades de mano de obra eran reales, lo que les permitió presumir de magníficas cifras de crecimiento, aunque  una parte de los costes económicos implícitos en la obtención de la residencia –incluso de la situación de ilegalidad–, no era posible contabilizarlos ni, evidentemente, tampoco era, ni es, fácil hacerlo con otros costes de otra naturaleza –a los que me referiré posteriormente–, que pueden llegar a impedir el correcto funcionamiento del estado de derecho.

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