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Alberto Recarte

La vuelta de la Santa Inquisición

La Ley de Memoria Histórica es, solamente, un paso más en esa dirección. En la de la dictadura espiritual y material de nacionalistas y socialistas.

El nacionalismo, como el nacional-catolicismo que dominó la vida española durante siglos, pretende controlar las vidas de todos lo que habitan en un territorio determinado. Controlar, ¿para qué? Para determinar la moral y la ideología de la población, lo que permite a los dirigentes nacionalistas utilizar sus convicciones pseudo religiosas para dirigir la vida de los demás y, en definitiva, conseguir sus votos. Y controlar porque, en lo material, el que se apodera de las almas consigue que le transfieran la capacidad de influir en muchos ámbitos: gastar los ingresos de una forma u otra, ayudar, y de qué forma, a unos u otros, nacionales o extranjeros; en definitiva, logra la capacidad de gastar a su antojo los ingresos presupuestarios. Por eso los socialistas se han hecho nacionalistas, porque quieren participar en la fiesta y como las religiones marxista y keynesiana hidráulica han fallecido se apuntan a la del nacionalismo.

En los siglos duros del nacional-catolicismo español, cuando la ciencia desapareció, cuando no era posible siquiera filosofar más allá de ciertos límites, la intervención de los gobernantes en la vida cotidiana se reducía a cobrar impuestos para pagar servicios públicos elementales y financiar las guerras, que decidían unas veces las puras ansias de poder nacional y otras las consideraciones religiosas.

En esos siglos, la moral se forjaba en los confesionarios. Los sacerdotes y obispos escuchaban, reflexionaban y decidían lo que era tolerable individual y colectivamente a la luz de una literatura -publicada-, en parte bíblica, en parte canónica, en parte nacional y, en parte, dependiente de las convicciones personales de los respectivos confesores.

En la medida en que España se fue liberando de esa moral, los españoles recuperaron la libertad de pensamiento en lo científico, lo filosófico, lo político, lo económico y lo propiamente religioso. Los iluminados abandonaron los hábitos y muchos se hicieron políticos; en el caso de España nos tuvimos que defender de los integristas católicos, de los jacobinos afrancesados y de los anarquistas, comunistas y socialistas, decididos a obligarnos a servir a sus convicciones, encarnadas –y de qué forma– en sus vanguardias obreras y sindicales. Las guerras carlistas, las persecuciones de Fernando VII, los levantamientos anarquistas, las revueltas socialistas y la conspiración de socialistas y nacionalistas de 1934 para acabar con la II República fueron inspiradas siempre por grupos de hombres que creían estar en posesión de la verdad, y que esa verdad les permitía someter a los demás. Más aún, les obligaba, porque el pueblo, el grupo, la sociedad, eran y son más importantes que las personas. El bien común les permitía perseguir, encarcelar, torturar y asesinar.

Los herederos de todo lo que representó en España la Santa Inquisición son, por tanto, los nacionalistas de hoy, desde el PNV hasta ETA-Batasuna, con la colaboración de una parte sustancial del PSE en el País Vasco; desde CiU hasta Esquerra pasando por el PSC en Cataluña; los nacionalistas gallegos, sean del BNG o del PSOE; y, en Madrid y el resto de España, el PSOE de Rodríguez Zapatero.

La iglesia católica española hace tiempo que se reformó, hace tiempo que defiende la responsabilidad personal y la primacía de los derechos individuales frente a los supuestamente sociales. Los nacionalistas y socialistas, por el contrario, quieren decidir no sólo lo que hay que pensar, lo que hay que estudiar y la lengua en que hay que expresarse, sino cómo debe ser la moral cotidiana. Creen y defienden un tipo determinado de bien común. Y creen que ese bien común les permite perseguir, o expulsar, a los que no lo acepten. Los nuevos sacerdotes laicos de la religión nacionalista son una minoría. Minoría de la que forman parte políticos, intelectuales y religiosos.

Muchos, de entre los partidarios de los nacionalistas que no pertenecen a la clase dirigentes, se oponen a la violencia, pero están tan condicionados que se sienten forzados a analizar las causas que la han provocado, llegando a igualar las responsabilidades de las víctimas y los verdugos. Otros votantes nacionalistas que critican, internamente, los insultos, amenazas y extorsiones, piensan que son fenómenos aislados, que se desvanecerán cuando triunfe el paradigma del bien común nacionalista en una sociedad nueva; lo que sólo será posible con la independencia. En ese momento desaparecerán –como por ensalmo– la violencia, el miedo, la extorsión y el asesinato, porque esos fenómenos se explican –les dicen y muchos se lo creen– por la natural resistencia a una moral y a unas formas políticas impuestas desde fuera, por España. Otra parte importante de la población acepta lo que les dicen sus líderes morales como irrebatible.

Para el que vive lejos de esos territorios, es incomprensible el torpor espiritual de los que viven en esas autonomías, de los ciudadanos normales, que aceptan esa continua trasgresión de los derechos humanos, teniendo como tienen, a pesar de los esfuerzos gubernamentales para evitarlo, medios a su alcance para informarse y poder ponderar la moralidad nacionalista que se les impone. La razón del aparente conformismo de muchos no es el seguidismo de sus líderes, sino la descomunal violencia a la que se enfrentan los que manifiestan dudas. Para los que preguntan, la vida se hace casi imposible: en los colegios de sus hijos, en sus trabajos, con sus amigos. Muchos que aparecen como convertidos sólo intentan sobrevivir. Y muchos se van.

Esa clase política tiene, además, otro programa de naturaleza económica. Porque los interminables años en el poder autonómico y local les ha permitido convertirse en auténticas mafias que viven de los demás, que extorsionan a todos, que incumplen las leyes, que acobardan y controlan a los jueces y que engañan a la Administración central en beneficio propio y de sus organizaciones, políticas o no.

¿Y el resto de España? ¿Cómo es posible que, uno tras otro, los gobiernos españoles hayan consentido la consolidación de poderes ilegítimos, con comportamientos delictivos en las autonomías nacionalistas, sin aplicar los instrumentos de intervención y recuperación de competencias que prevé la propia Constitución? Pues porque en Madrid, en el Madrid popular o en el Madrid socialista de Felipe González, las nomenclaturas de los partidos –con la excepción parcial de los años de Aznar en La Moncloa– no estaban interesadas en el cumplimiento de las leyes y en la defensa de los derechos individuales de los que viven en esas autonomías. Sólo pretendían mantener el poder y no ponerlo en riesgo en las siguientes elecciones. La mayoría de nuestros políticos, que ya son profesionales, no suelen tener convicciones. Y sólo actúan cuando la población se manifiesta masivamente, por el medio que sea, con decisión, a favor de la medida que sea. Y les deja claro que están dispuestos a no votarles si no hacen lo que piden.

En cambio, el nuevo PSOE de Rodríguez Zapatero tiene otro talante político. Para ellos la guerra civil no ha terminado y sus aliados son los nacionalistas, actúen legal o ilegalmente. El PSOE de Rodríguez Zapatero y los nacionalistas se comprenden. Tienen la misma escala de valores. Para los nacionalistas, el bien común lo representa la nación y frente a ella los derechos individuales no existen. Para el PSOE, el bien común es la sociedad; lo que ellos entienden por sociedad. Y los derechos individuales o no existen o pueden ser sacrificados. De ahí la importancia para el PSOE de esa asignatura, la Educación para la Ciudadanía, que a juicio de la ministra de Educación es más importante que las matemáticas o la historia. Ellos, los socialistas, también quieren ser sacerdotes laicos de otra religión; para poder resucitar la Santa Inquisición.

La Ley de Memoria Histórica es, solamente, un paso más en esa dirección. En la de la dictadura espiritual y material de nacionalistas y socialistas.

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