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Alberto Recarte

Los costes económicos de la secesión

El número cuatro de la revista Papeles de Ermua, editada por la fundación del mismo nombre, analiza –entre otros temas– el coste económico de la secesión para el País Vasco. Constituye, junto con el magnífico trabajo del profesor Mikel Buesa (“Economía de la secesión: Los costes de la “no-España” en el País Vasco”, publicado en octubre pasado en El Correo), un conjunto de artículos que ponen de manifiesto dónde pueden llevar los delirios totalitarios de Ibarreche y Arzallus. La opción por la independencia no es neutral económicamente, como se pone de manifiesto en esas publicaciones. Implica costes, desde encontrarse con aranceles en toda Europa, de la noche a la mañana, con la consiguiente pérdida de comercio, hasta el terrible problema del pago de pensiones de los jubilados de ahora y de un futuro próximo, en un país no sólo estancado sino en claro retroceso demográfico.

Los autores que analizan estos costes económicos, desde Rosa Díez hasta Juan Velarde han sido extremadamente cuidadosos. No han querido evaluar cuál puede ser el coste de una ruptura traumática con el resto de España para las empresas vascas que venden y compran aquí una parte sustancial de su producción. Las consecuencias económicas que analizan son, exclusivamente, las derivadas de la creación de un nuevo estado no integrado, porque no lo estaría, en la Europa comunitaria. Por ello, el análisis comienza con los efectos de un arancel exterior comunitario, y no estudia una posible decisión ciudadana, que podría producirse en el resto de España, de dejar de consumir productos de una región secesionista sometida a la tiranía nacionalista del PNV y EA. Igualmente, analizan los diversos costes de la estatalidad, pero siempre sobre la base de una vecindad no conflictiva.

En Europa tenemos dos ejemplos, hablando en puros términos económicos, de lo que acarrea el estallido de una nación: el caso checoslovaco, con acuerdos y sin violencia, y el yugoslavo, con la destrucción de una parte sustancial de todo el país. Y ninguno de los dos ejemplos citados era una realidad histórica centenaria, o milenaria, como sí lo es el caso de España. Y es evidente que la presencia de ETA y el PNV identifican el problema de la secesión con la experiencia yugoslava. De hecho, para muchos españoles vascos, la secesión ya ha comenzado. Hay 200.000 personas que han tenido que abandonar el País Vasco perseguidos, desesperanzados o expulsados por una violencia tutelada por las instituciones públicas vascas. En ninguna parte se contabiliza este sufrimiento que también tiene su contrapartida económica: pérdidas individuales y familiares, de carreras profesionales y de capitales de todos los que han tenido que exiliarse, pérdidas para la comunidad vasca –que sufrirá para poder compensar las aportaciones que ha dejado de percibir de todas esas personas– y, paradoja, ganancias para el resto de España, que ha recibido aportaciones positivas significativas de una comunidad desplazada, acostumbrada a la lucha, con un enorme bagaje formativo y ciudadano.

Como pone de manifiesto Mikel Buesa en el artículo citado, el País Vasco ha pasado, en los últimos veinte años, de ser la región más rica de España a ser sólo la sexta comunidad más próspera, y su contribución al PIB, que era del 6,74% en 1979 ha descendido hasta el 6% en 2000. Lo mismo ha ocurrido con la población, que ahora representa el 5,23% frente al 5,67% hace esos mismos años y otro tanto ha ocurrido con el empleo.

En muchos sentidos, el País Vasco tiene problemas parecidos a los de Alemania, con una industria todavía competitiva, pero en sectores estancados, aunque con una ventaja sustancial respecto a estas últimas: en Alemania los costes fiscales de la integración con el este lo están pagando duramente las empresas y los ciudadanos de Alemania occidental, mientras en el caso del País Vasco, los que viven en la región reciben una aportación fiscal significativa, y continua en el tiempo, del resto de España, y que dejarían de recibir en caso de secesión. Porque, aunque puede parecer absurdo, el sistema de cupo fiscal favorece a la comunidad vasca frente al resto de España. Y si por el tipo de industria predominante el País Vasco se parece a Alemania, desde el punto de vista demográfico se parece a Japón, un país rico, con una reducidísima natalidad, xenófobo, y sin inmigración; agravado, en el caso del País Vasco, por el éxodo de los que han tenido que refugiarse en el resto de España. Las consecuencias están a la vista para todos, tanto en Alemania como en Japón: unas crisis que ya duran más de diez años, con pocas esperanzas de futuro, porque en Alemania las transferencias fiscales internas, el tipo de industria, las relaciones sindicales y el altísimo nivel de imposición hacen difícil siquiera imaginar una salida y en el caso de Japón el envejecimiento y el temor al cambio paralizan cualquier modernización.

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