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Alberto Recarte

¿Quién es el responsable?

Enron, Worldcom, Xerox y, acaso, Vivendi han contabilizado falsamente sus resultados, con la ignorancia o la colaboración –dolosa o culposa– de los auditores responsables, bien a título personal, bien de la propia organización como tal. La propia Microsoft ha tenido que rehacer su cuenta de pérdidas y ganancias, en este caso porque habían ocultado beneficios para tener reservas en épocas de vacas flacas.

Las repercusiones en los inversores están siendo graves, aunque los ajustes de valor a que dan lugar los descubrimientos de esos fraudes probablemente se habrían producido en muchos casos. No en todos. Por ejemplo, en el caso de Worldcom parecía probable –no hoy– que se produjera una suspensión de pagos, porque el descubrimiento del fraude se ha traducido en que las agencias de rating (Moody’s, Fitch, Standard & Poor’s) han rebajado la calificación de la deuda de la empresa, y esta reclasificación afecta a los créditos bancarios, sujetos, muchas veces, a la clausula de que si la calificación baja de determinado nivel, se transformen en inmediatamente exigibles y no renovables, sean cuales fueren las expectativas de la empresa.

En situaciones de este tipo, en las que parece que ha fallado todo el sistema legal que protege a los inversores, es necesario distinguir distintos niveles de responsabilidad, porque los problemas de ocultación de la realidad pueden deberse al fraude de los empresarios, a una contabilidad inadecuada –que el auditor consiente o ignora– o a una falta de control por parte de los máximos supervisores, la CNMV en el caso de España y la SEC en el de Estados Unidos. Los casos más frecuentes de engaño son los que llevan a cabo los empresarios directamente, con una doble contabilidad, clasificando como inversión lo que es gasto y dando información falsa al auditor, o exagerando las plusvalías y reduciendo las minusvalías, cuando se producen, por la simple técnica de no informar de todas las condiciones de las operaciones de compra-venta al auditor. Estos casos son sólo algunos entre los innumerables que pueden pergeñar los responsables de las empresas para engañar a sus auditores, en primer término, y a sus inversores –accionistas o no– en último y definitivo.

Este tipo de fraude no desaparecerá jamás y los casos aumentan siempre que los empresarios ven en peligro su empresa o los gestores temen por sus emolumentos. Por eso, los casos son mucho más frecuentes en momentos de crisis, como los que viven muchos sectores desde hace más de dos años. En principio, en estos casos, el auditor no tiene ninguna responsabilidad. Lo más que podría exigírsele es, si la falsificación de cuentas no es perfecta, que responda por negligencia.

Un caso no tan frecuente, pero presente en el actual ciclo de escándalos, es que el auditor haya participado en el falseamiento de cuentas. Esta cooperación necesaria puede producirse cuando, con interpretaciones de las normas contables perfectamente legales, se permite que el balance de la empresa no refleje adecuadamente todas las obligaciones pendientes, en particular las que pueden presentarse cuando todo sale mal. Es el caso de Enron, de cuya contabilidad principal habían desaparecido muchas obligaciones posibles. O quizá, el más reciente en España, si la información publicada en Expansión es correcta, de Repsol, que le ha permitido disminuir su endeudamiento en 400 millones de dólares por ventas de petróleo futuro en determinadas condiciones a un empresa que no se sabe en estos momentos de quién es. El auditor puede animarse a consentir estas conductas –que si se multiplican se convierten en un fraude de ley de las normas contables– si, simultáneamente, tiene otros intereses en la empresa, como la venta de servicios de consultoría y abogacía.

La reacción política inmediata puede ser la de prohibir auditar y asesorar simultáneamente. Esta prohibición puede tener, sin embargo, efectos perversos, porque la venta de servicios de auditoría pura es escasamente remuneradora. En poco tiempo, si se sigue está línea de conducta, tendremos auditores mucho peores, por peor pagados. Unos auditores poco cualificados es lo peor que les puede ocurrir a las empresas y a los inversores. La solución podría ser, quizá, que los castigos penales, administrativos y pecuniarios fueran mucho mayores de lo que lo son en la actualidad, si se colabora, o consiente, una conducta contable fraudulenta. Aunque resulta difícil de imaginar un castigo mayor que el que ha sufrido Andersen en Estados Unidos, que por una auditoría y una conducta reprobable en el caso de Enron –responsabilidad que la acusación pública y los tribunales han atribuido en primera instancia a toda la organización y no a los dos auditores personalmente implicados– ha desaparecido, llevándose consigo todos los ahorros y los fondos de pensiones personales de todos los miembros de Andersen en Estados Unidos.

Los supervisores finales del sistema de garantías de inversionistas –la CNMV en España– tienen su propio ámbito de responsabilidad: el que afecta al comportamiento en el mercado de las empresas tuteladas, que pueden transgredir la legalidad aun después de haber cumplido estrictamente la normativa contable y tener una auditoría sin mácula. Tal es el caso, por ejemplo, cuando hay información privilegiada o un trato discriminatorio de unos accionistas respecto a otros, una vulneración de las normas de competencia, o la falta de respeto a los ratios de solvencia legales.

Tres ámbitos de conflicto diferentes. Uno de ellos, el fraude de los gerentes o empresarios, perfectamente claro para todos. Otro, el de la CNMV o la SEC, con un campo acotado de control de actividades. Y un tercero, el de auditoría, complicado y lleno de matices, y de difícil juicio, porque la normativa contable y la de la propia auditoría es enormemente compleja.

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