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Alberto Recarte

Un callejón sin salida, 2

Lea Argentina: Un callejón sin salida, 1


El debate: tipo de cambio fijo o fluctuante

Hay una insólita coalición de economistas, financieros, políticos y comentaristas que insisten en que el objetivo del crecimiento es imprescindible, pero preservando el tipo de cambio de un peso por un dólar norteamericano, lo que los argentinos denominan “la convertibilidad”.

Es una difícil coalición porque, por ejemplo, los financieros que han apostado por una política de tipo de cambio fijo y sus inevitables y estratosféricos tipos de interés, saben que si se rompe la paridad van a salir perjudicados. A este grupo le puede importar el crecimiento, pero sólo relativamente, para ellos es más importante el resultado neto de sus inversiones.

Hay un importante grupo de economistas neoclásicos y monetaristas que defienden los tipos de cambio fijos y afirman que cualquier cosa que pueda lograrse con devaluación y medidas de acompañamiento, se consigue mejor con tipo de cambio fijo y las mismas medidas de acompañamiento. En la crisis española de 92-94, eran partidarios, por ejemplo, de mantener la paridad, permitir que los tipos de interés subieran lo que fuera necesario y provocar una recesión que haría entrar en razón a políticos y sindicalistas, hasta conseguir reducir el déficit, la rendición de los sindicatos y controlar la inflación.

Hay un minoritario grupo de economistas, de la ortodoxia austriaca (de la que me encuentro próximo, pero de la que no soy un seguidor ciego), entre los que hay representantes en Libertad Digital, para los que la primera obligación de cualquier gobierno es preservar el valor de la moneda nacional, en cualquier situación, sin excepciones. Incluso, por lo visto, anteponiéndola al crecimiento. Defienden el patrón oro, pero mientras se decide la comunidad internacional, prefieren las monedas nacionales ligadas al dólar a ser posible –es la moneda que hoy es más sólida–. Pero les gusta una buena “caja de conversión”, como la argentina; todo antes que la libre fluctuación del tipo de cambio.

Este pronunciamiento dogmático y apriorístico –pero no en el sentido que le daba Mises– tiene su origen en Hayek, que, después de defender la libertad para los tipos de cambio, se inclinó por el patrón oro, o, en su caso, por tipos de cambio fijos.

La coherencia económica de este grupo, con dificultades de asimilación –desde mi punto de vista– de la doctrina austriaca, se salva porque proclaman que las devaluaciones no sólo significan un robo para los ciudadanos, o un impuesto sin respaldo democrático, sino que no sirven para nada, porque esas situaciones de presión sobre el tipo de cambio se producen por el descontrol del gasto público y que una devaluación, lejos de ser una solución, es una invitación a una salida fácil y a volver a repetir el proceso inflacionario y de exceso de gasto sin solución de continuidad. En definitiva, la misma posición de los monetaristas.

La única salida posible –dicen– es reducir el gasto público, reducir los sueldos y salarios y permitir la disminución de precios en el interior, hasta que desciendan los tipos de interés. Si tuvieran razón, Argentina estaría en el buen camino gracias a Cavallo.

Perdónenme los lectores que no sean economistas, porque no pretendo hacer una exposición teórica, sino analizar, desde todos los puntos de vista posibles, el dilema del tipo de cambio fijo en Argentina porque, según la decisión que se adopte, el país podría tener una salida que posibilite el crecimiento, o se adentrará, cada vez más, en el caos económico y social: eso sí, manteniendo el valor de la moneda, sin mancillar el dogma tal y como lo entienden ese grupo de austriacos aquejados de sectarismo y el conjunto de economistas que defienden siempre “la ortodoxia”, pase lo que pase en la economía del país al que se aplica la doctrina.

En relación a la discusión sobre el tipo de cambio, la primera observación que me gustaría hacer es que la moneda de cualquier país es una mercancía más, que se intercambia con todas las demás y que su precio debe fijarse libremente por el mercado. Si hay un exceso de moneda, su precio descenderá y su tipo de cambio perderá valor respecto a las de otros países que no sufran la misma situación, en la misma proporción. El exceso no tiene por qué ser efectivo al día de hoy; es posible que los ciudadanos consideren que el volumen de deuda pública, emitida, terminará por monetarizarse y por eso otorguen menor valor a esa moneda en este momento. Es también posible que la desconfianza en cualquier gobierno nacional, dada la experiencia histórica, sea suficiente para minusvalorar la moneda nacional.

En Argentina ocurren todos los fenómenos simultáneamente. En los últimos diez años mientras el PIB crecía un 45%, el gasto público lo ha hecho en un 80%. La deuda pública es ya el 60% del PIB –a tipo de cambio de uno por uno– y la experiencia histórica invita a salir corriendo.

Por supuesto que el insensato Cavallo podría haber propuesto hace diez años la dolarización total, pero no lo hizo y legalizó, en cambio, una “caja de conversión” con todos lo problemas de una moneda nacional y ninguna de las ventajas del dólar. Aunque este es un debate en el que no voy a entrar en este momento.

La única forma en que habría funcionado bien una “caja de conversión” habría sido en una situación como la de Hong-Kong, con muchos más dólares en las reservas y en circulación, con equilibrio fiscal, sin endeudamiento a largo plazo, sin desconfianza de los ciudadanos. En definitiva, en un país que no fuera Argentina hace diez años, o España hace el mismo número de años.

La devaluación del peso argentino ya ha ocurrido. Tuvo lugar cuando los ciudadanos decidieron que no se fiaban de sus autoridades y manifestaron sus preferencias por el dólar, exigiendo altísimos tipos de interés si algún prestatario les pedía que su deuda se denominara en pesos. Por eso, los tipos de interés del peso para el mejor deudor pueden estar en el 16%, mientras en dólares se presta al 5%. Y, obviamente, el mejor deudor no es el Estado argentino.

Por eso, esa defensa dogmática del mantenimiento del tipo de cambio no tiene sentido. A lo único que contribuye es a facilitar la especulación --aunque es verdad que toda especulación es positiva, porque acelera el proceso de convergencia entre el precio oficial de cualquier cosa y su precio real--.

Hechas estas observaciones, quiero manifestar que una devaluación por sí misma no resuelve ningún problema y que, a veces, el deseo de los gobiernos de mantener su prestigio, en la medida en que lo identifican con la estabilidad de la moneda, puede producir efectos positivos, porque les fuerza a tomar decisiones de control del gasto público que, si no, no tomarían. Pero esos son casos absolutamente excepcionales, que pueden tener lugar cuando el margen entre el precio legal de la moneda y su valor de mercado no se ha ensanchado demasiado.

Pero, el problema más acuciante, en este momento, de la economía argentina, es la acumulación de deuda pública –que podría parecer no excesiva en términos de PIB– en combinación con unos altísimos tipos de interés, hasta tal punto que para que la deuda pública no siga creciendo –en el caso de que el resto de los gastos públicos estuvieran congelados– sería necesario que el crecimiento del PIB fuera del 7% anual. Aunque, naturalmente, si el país creciera a ese ritmo bajarían los tipos de interés.

Una forma más realista de considerar el volumen auténtico de la deuda pública es tener en cuenta que una flotación libre provocaría, probablemente, una devaluación mínima del 50% del peso argentino, lo que elevaría la deuda pública hasta el equivalente en dólares de 195.000 millones, un 80% aproximadamente del PIB. Y que, incluso si bajaran los tipos de interés hasta el 8% en pesos, después de esa devaluación, los pagos por intereses, aunque serían inferiores a los actuales, se situarían en el entorno del 6-7% del PIB; una cifra altísima que obligaría a grandes sacrificios a toda la población y a una política de austeridad del gasto público tan necesaria y del mismo grado que la que se necesita en la actualidad.

La inevitable devaluación no disminuye, por tanto, la exigencia de control del resto del gasto público, porque, en realidad, el endeudamiento público es mucho mayor del que aparece en las cifras oficiales. A precios de mercado estamos hablando de una deuda pública y exterior sustancialmente mayor. Su problema no es distinto al de Indonesia, Malasia o Corea antes de la crisis de 1998, que tenían, aparentemente, deudas externas manejables a los tipos de cambio oficiales; que, sin embargo, sobrevaloraba las monedas nacionales.

Y no tengo duda alguna de que el sustancial aumento de la deuda pública argentina, que se producirá cuando se devalúe, es uno de los factores que más influyen en los políticos y responsables de la política económica para mantener la “convertibilidad”, pues no quieren aparecer delante de la población explicando que ya no se trata de un problema de altos tipos de interés forzados –como siempre– por unos especuladores desalmados, sino de un volumen inmanejable de deuda, que obliga a realizar permanentemente sacrificios y a abandonar la política económica en manos del FMI y del resto de acreedores.

Una aclaración quizá innecesaria es recordar que en Argentina, como en la mayoría de países no desarrollados, la deuda pública es deuda externa, porque el ahorro nacional ha sido insuficiente o no ha estado dispuesto a financiar al Estado, al contrario de lo que ocurrió, por ejemplo, con la economía española en un momento similar de crisis, en 1992-1993, que forzó a las autoridades españolas a aceptar cuatro devaluaciones que hicieron perder a la peseta más del 50% de su valor en términos de dólares, pero que no significó un empeoramiento sustancial de la deuda pública ni externa porque, en su mayoría, esa deuda pública era interna, financiada en pesetas por los residentes españoles. Y eso que en el período 1992-1994, la deuda pública española pasó del 43% al 68% del PIB, por pura acumulación de déficit públicos.

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