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Alicia Delibes

El feminismo y el Islam

Cuando saltó la noticia del asunto del velo de la niña Fátima, aquella de San Lorenzo de El Escorial a quien el padre obligó a ir al colegio con el hijab, un canal de televisión ofreció la imagen de una mujer musulmana diciendo que quien exigía que la niña llevara el velo no era su padre, sino el mismísimo Alá. La imagen duró pocos segundos y nunca más se ha vuelto a repetir. Seguramente alguien decidió censurarla. Alguien que se dio cuenta de que, para nosotros los occidentales, es mucho más aceptable que la niña obedezca a su padre que el que deba obediencia ciega al dios, Alá, y a su profeta Mahoma. Aquella historia abrió la polémica en torno a la escolarización de los niños de religión islámica que fue seguida de grandes discusiones sobre el multiculturalismo en las que Mikel Azurmendi se convirtió en bestia negra del progresismo por declarar en el Senado que “el multiculturalismo era una gangrena para la sociedad”.

Las “progres”, en un principio, estaban bastante divididas. Unas eran partidarias de la tolerancia con el islam y la aceptación de cualquier expresión de “cultura musulmana” con tal de que no se llegara a atrocidades como la lapidación de las adúlteras. Otras, más sensibles a la marginación femenina, no estaban dispuestas a aceptar ninguna manifestación de sumisión ni de desigualdad entre hombres y mujeres viniera de donde viniera.

El progresismo occidental, mayoritariamente pro árabe, gana terreno cada día. Cada vez son más las mujeres que consideran comparable la marginación que sufre la mujer islámica con la que ellas soportan en sus propios países occidentales. Lucía Etxebarría, uno de estos días, se hacía eco de la fascinación que el mundo árabe ejerce sobre su editora, Anna Soler Pont, y suscribía las declaraciones de la escritora marroquí, Fátima Mersini, para quien el hombre occidental controla a su mujer tanto como el musulmán sólo que “de una forma mucho más sutil”. Para Etxebarría “la mujer árabe no pude exhibirse pero la occidental tampoco si no es delgada y lozana”.

En el colmo de la superficialidad con la que las feministas de pro están tratando este asunto, apareció el pasado domingo en El Mundo una entrevista de Ana Romero con Nadia Yassin, hija del fundador de la organización islámica marroquí Justicia y Espiritualidad.

La periodista, que se mostraba subyugada por la personalidad de Nadia, se convierte en estas páginas en la portavoz del Jeque Yassin, líder fundamentalista islámico de Marruecos, y quiere convencer a los lectores de su periódico de que Nadia no miente cuando dice que “islamismo y feminismo son la misma cosa”, y que Mahoma, “gran liberador y pedagogo, actuaba por amor y por amor quiso acabar con el machismo y la esclavitud que son la misma cosa”.

Si se empeñan las mujeres en llevar la discusión al terreno de lo doméstico no conseguirán entender nada. Porque no se trata de discutir si los maridos occidentales son más o menos “moros” que los musulmanes, se trata de saber si las leyes que rigen en Occidente consideran que las mujeres son individuos con los mismos derechos que los hombres, se trata de que, ante la ley, no existan diferencias entre hombres y mujeres. Y eso, digan lo que digan, ocurre en Occidente y no en los países donde las leyes las dicta Alá, que pide a las niñas, entre otras cosas, que se cubran la cabeza, que guarden su cuerpo de las miradas de los hombres, que sean sumisas al varón y que se guarden de ser infieles a sus maridos porque si no, según la ley que dejó escrita el gran profeta liberador, pueden ser condenadas a morir bajo una lluvia de piedras.

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