La nueva moneda ha convertido cada compra en una pequeña y práctica clase de matemáticas. El vendedor se ha dado cuenta de que las calculadoras no ofrecen solución para muchos de los problemas aritméticos que los clientes plantean a la hora de pagar. Algunos compradores, que quieren presumir de su habilidad “eurística”, cuando un vendedor por un determinado artículo les pide 8 con 23 euros, pongo por caso, sin demostrar la menor piedad entregan un billete de 10 euros y los 23 céntimos sueltos dejando perplejo al comerciante que demuestra una incapacidad absoluta para reaccionar y una ignorancia total de cuánto tiene en este caso que devolver.
Otra de las dificultades de la nueva moneda viene de la incapacidad que suele tener el ciudadano para diferenciar las décimas de las centésimas. Dicen, por ejemplo, que el precio de un artículo es “13 con uno” sin saber muy bien si quieren decir 13,1 o 13,01. De ahí la inseguridad que muestra mucha gente en el manejo de las monedas de diez y de un céntimo de euro.
Así que la ilusión con la que la mayoría de los vendedores recibió la llegada de la nueva moneda se ha ido cambiando en una sensación de impotencia y desesperación. Ya casi ha desaparecido el tono de regocijo con el que el primero de enero nos preguntaban “¿me va a pagar usted en euros, o en pesetas?”
Es de suponer que el tiempo y la costumbre devolverá la tranquilidad a los pequeños comercios cuyos propietarios desean ya que la peseta desaparezca y que su cabeza pueda realizar automáticamente las cuentas sin necesidad de discurrir para cobrar o para devolver el cambio. Mientras tanto, bienvenido sea el euro si, entre otras cosas, ha traído la oportunidad de mejorar nuestra capacidad de cálculo.
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