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Alicia Delibes

Peligrosas señas de identidad

Quince colegialas acudieron el lunes pasado a clase en la ciudad santa de La Meca. Como suelen hacer cada mañana al entrar en las aulas, sabiéndose ya protegidas por las cuatro paredes del recinto y al abrigo de las miradas de sus vecinos y sobre todo de la Policía moral que vigila las calles, se despojan de la incómoda túnica, el Abayá, sin la que jamás osan salir por la ciudad.

No hay muchas escuelas femeninas en La Meca. Los padres que mandan a las hijas al colegio posiblemente deseen para ellas una suerte mejor que la que generalmente acompaña a la mujer saudí. Saben que la mujer musulmana que tiene cierta cultura puede aspirar a una vida más independiente y digna que lo que es para ella habitual en el mundo árabe.

La Policía moral que pasea en grupos por las calles de La Meca para reprender y denunciar a las mujeres que no se visten “con decencia”, suele merodear por las proximidades de la pequeña escuela femenina, saben que las niñas se atreven a perder el decoro dentro de las aulas y, aunque les resulta molesto, nada pueden hacer contra ellas pues no tienen permitido el acceso al interior del colegio.

Ese día, ocupadas en sus tareas, las jóvenes alumnas no se dan cuenta de que un pequeño fuego que viene de la sala en la que han dejado sus túnicas amenaza ya con alcanzar el lugar en el que se encuentran. Sólo les queda tiempo para salir precipitadamente y ya resulta impensable recoger sus velos. Las chicas se amontonan junto a la única salida libre aún de las llamas. “Casualmente”, los miembros de la Policía moral, al ver asomar las femeninas cabezas “destocadas”, a palos devuelve a las osadas jóvenes al interior del edificio. Imposible salir a la calle si no llevan sus Abayás. Las quince escolares mueren abrasadas.

Una historia sobrecogedora que pone los pelos de punta y que ocupó un pequeño recuadro de las páginas internacionales del ABC del pasado sábado. El mismo sábado que, en Barcelona, una de las carrozas carnavaleras de la manifestación antiglobalización era conducida por un grupo de sonrientes feministas disfrazadas con burkas, hiyabs, abayás y otras “señas de identidad” de la cultura musulmana oprimida por la intolerancia occidental. Me pregunto si alguna de ellas habrá reparado en esta “intrascendente noticia“ y yo misma me respondo que, de haberlo hecho, pensará que responde a la propaganda antimusulmana del imperialismo capitalista occidental.

Sólo la estulticia y la mala fe pueden hacer que esas feministas de manual consideren que esta suerte de atrocidades a las que las mujeres musulmanas están expuestas en su propio país y de manos de sus propios compatriotas sean simples “señas de identidad” de otra civilización, de otra cultura diferente.


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