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Álvaro Vargas Llosa

La venganza de Toledo

El gobierno del presidente Alejandro Toledo me quiere llevar a la cárcel. Falta poco: una sucesión vertiginosa de medidas que restringen mi libertad ha desembocado en un impedimento de salida del Perú, antesala de una inminente orden de captura. Creí haberlo visto todo en el Perú de Vladimiro Montesinos cuando investigaba “En el reino del espanto”, incluyendo esa perversa modalidad de la persecución que consiste en utilizar ciudadanos sin función pública y tribunales adictos para dar al atropello la apariencia de hecho independiente del poder. No, no lo había visto todo: una democracia naciente, con pocos frenos y la perfecta legitimidad que otorga la dictadura derrocada, puede hacer maravillas para atentar contra los derechos de una persona.

Después de muchos meses de guardar silencio para no entorpecer la marcha del gobierno (me había apartado de la candidatura de Toledo en plena campaña al percibir designios non-sanctos respecto de la prensa y la judicatura), me permití una intervención pública en noviembre pasado. Afirmé que el gobierno negociaba en secreto con el consorcio europeo EADS —sin licitación pública y sin evaluar alternativas— un contrato de mantenimiento y reparación de los aviones MIG-29 adquiridos delictuosamente en tiempos de Fujimori. Mencioné que los amigos israelíes del presidente Toledo habían estado presentes en alguna reunión, sin atribuirles delito alguno, del mismo modo que no atribuí al gobierno corrupción, pues la compra no estaba consumada y las informaciones, aunque fundadas, eran insuficientes. La esencia era la existencia de una negociación sobre la que me permití pedir aclaración para evitar, precisamente, cualquier tentación.

La consecuencia ha sido una cacería contra este periodista digna de Montesinos, a medida que diversos medios, en especial los adictos al gobierno, confirmaban la negociación. En efecto, La República (10 de noviembre, 13 de diciembre), El Comercio (14 de diciembre), Expreso (7 de enero) y el congresista Daniel Estrada, que el 15 de noviembre recibió un informe de un grupo anónimo de aviadores —“Comando Quiñones”— plagado de precisiones técnicas, han confirmado que el Perú negocia con EADS, sin concurso y sin información pública, un contrato de entre 200 y 300 millones de dólares para el mantenimiento de los MIG-29 estacionados en Chiclayo. Se sabe, ahora, que representantes de EADS han hecho tres visitas a la base y que el fabricante ruso ha sido desechado como proveedor de los repuestos a pesar de que, según la oficina comercial de Rusia, es ilegal que un intermediario —en este caso EADS— ofrezca el servicio a un tercer país. Todo esto ha confirmado, pero también enriquecido, mis propias informaciones originales, que no fueron tan detalladas y por tanto nunca apuntaron a la comisión de delitos: apenas a la exigencia de aclaración pública.

La respuesta ha sido una cacería policiaco-judicial propia de un libro de texto sobre persecuciones políticas. Los amigos del presidente han coordinado un laberinto de acciones judiciales que jueces sin el menor respeto por su profesión —y en abierta violación del principio de que no se puede juzgar más de una vez un mismo hecho— han acogido con diversas medidas atentatorias contra mi libertad, como si en lugar de querellas por difamación —el menor de los procesos judiciales— se estuviera juzgando un asesinato, una tortura o un latrocinio. El juez Rodolfo Neyra, del undécimo juzgado penal de Lima, acoge en diciembre una demanda de Adam Pollack —el hombre de mayor cercanía al presidente Toledo— que pide tres años de cárcel y un millón de dólares, y abre instrucción penal contra mí decretando, contra todo precedente y en claro abuso de sus atribuciones, una restricción de movimientos, citándome “bajo apercibimiento de ser conducido por la fuerza pública”, orden que sólo se dicta en la tercera citación y en casos en que el demandado sea un prófugo de la justicia (no es mi caso: me he pasado el último año acudiendo a fiscales y jueces por los juicios de Montesinos y también por denuncias ilegales contra mi derecho al voto nulo en las elecciones, derecho que compartieron conmigo dos millones de votantes que no fueron, como el suscrito, arrastrados a la fiscalía como delincuentes por ello).

Simultáneamente, otro de los amigos presidenciales, Gil Shavit, ponía una demanda contra mí en el trigésimo séptimo juzgado penal, exigiendo otros tres años de cárcel para un servidor, además de cinco millones de dólares. La jueza Anita Julca Vargas tuvo el valor de desestimar la demanda, respondiendo que yo no había acusado a nadie de cometer delito y me había limitado a pedir aclaraciones públicas sobre la negociación con EADS. En una operación inverosímil, el querellante envía un escrito a esa jueza retirando su demanda para, acto seguido, poner la misma demanda en el segundo juzgado penal, donde el juez Víctor Ortiz, en abierta violación de todo precedente y de las normas, acoge la querella. Es una regla de oro que una vez desestimada una demanda no se puede acoger la misma demanda en otro juzgado, sólo cabe la apelación ante la corte superior. Pero no queda allí el atropello: entre gallos y medianoche, el juez Ortiz, del segundo juzgado penal, decreta mi prohibición de salida del país, restricción reservada a delincuentes, antes siquiera de haberme citado a declarar. Es decir: el abuso cometido por el juez del décimoprimer juzgado es superado por el juez de trigésimo séptimo, y eso que ambos juzgan, irregularmente, un mismo hecho.

En perfecta carambola, un tercer querellante, Josef Maiman, otro amigo íntimo del presidente Toledo, a quien éste pidió delante de mí —y así lo informé al país en plena campaña electoral— que adquiriera un canal de televisión para sacar del juego a sus críticos, pone una nueva demanda, ésta por un millón de dólares, ante la instancia civil, en el distrito de Miraflores, acogida de inmediato. La tenaza perfecta.

Debo añadir que de todas estas acciones, y las irregulares restricciones de mi libertad, me entero, no por notificación judicial, sino por la prensa; pues todos los jueces sin excepción, en aparente coordinación con los amigos del presidente, filtran a la prensa los detalles de sus abusos mucho antes de enviarme notificación alguna. Acompañan estas informaciones, en un giro real-maravilloso, sendas amenazas. Es decir: los juzgados y los querellantes dicen a la prensa, antes de yo enterarme, qué medidas se han adoptado contra mí, pero además qué nuevas medidas vendrán pronto. Por ejemplo: fabulosos embargos de milyunanochescas proporciones. Aseguran que me esperan, además de seis años de cárcel, siete millones de dólares en embargos. Todo esto en pocos días, cuando la mayoría de las querellas llevan más de un año esperando proceso en la justicia peruana.

Parecía razonable esperar del gobierno de Toledo una venganza por haberme apartado del candidato en plena campaña. No sospeché que esa venganza cobraría tamañas proporciones, y mucho menos que ella sería la mejor confirmación de las dos razones de mi ruptura: el peligro de que Toledo, sin contrapesos suficientes, atentara contra la libertad de expresión, y el no menor peligro de que, en iguales condiciones, Toledo atropellara la independencia judicial. Lo primero se desprendía de las conversaciones del candidato con sus amigos para diseñar un esquema de prensa adicta; lo segundo, de sus increíbles victorias judiciales en los tribunales de la dictadura en varios procesos, incluyendo los relacionados con Zaraí, que según abrumadores elementos de juicio tiene un legítimo reclamo de paternidad contra el hoy presidente (la jueza que llevaba el enésimo proceso por este caso, en Piura, sufrió una paliza en plena campaña que nadie ha investigado).

Nunca es más peligroso un gobierno que cuando sucede a una dictadura, y ante un escenario de transición sin instituciones sólidas, bajo la legitimidad que le confiere la lucha contra “los rezagos” del antiguo régimen, puede hacer lo que le venga en gana sin que ninguna denuncia contra él tenga verosimilitud. Bajo esta cobertura, el presidente Toledo y su entorno persiguen, a través de mi ejemplo y del miedo, un manto de silencio en la prensa y una alfombra de docilidad en los tribunales de justicia. Es un insulto a los miles de personas que pusieron en riesgo su vida, y también a aquellos que la perdieron, para desterrar del Perú de una vez por todas el abuso de poder, la persecución política y el crimen de lesa justicia.

©AIPE

Alvaro Vargas Llosa es periodista peruano.

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