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Álvaro Vermoet Hidalgo

Contradicciones de un liberal

Creo que ir más allá del derecho a elegir la formación moral y religiosa dentro del marco constitucional y afirmar un supuesto derecho a no escolarizar a los niños acaba con un principio tan liberal como la igualdad de oportunidades.

Contradicciones de un liberal es el título de un brillantísimo ensayo de Alberto Recarte que encontré por casualidad en La Ilustración Liberal y que cito a propósito de varios debates a los que he asistido sobre la educación y el liberalismo. En varias ocasiones, he oído a algunos de los más puristas liberales sostener que la única reforma educativa legítima desde la ortodoxia ideológica sería privatizar todos los colegios e institutos públicos y desregularizar el sistema educativo, es decir, suprimir lo que entendemos por escolarización obligatoria; la obligación legal de recibir una instrucción mínima definida por el Estado con unos contenidos concretos, dentro de una edad contemplada por la ley y que es requisito para autorizar centros escolares.

Pues bien, no sólo discrepo de todo esto sino que creo que estos planteamientos, fruto de una extrapolación que ignora por completo lo que ha pasado con la educación en España las últimas décadas, suponen una resistencia más a las reformas que necesita nuestro sistema educativo. Lo que creo que es liberal es lo que defienden personas como Alicia Delibes, Mercedes Ruiz-Paz, Xavier Pericay, Pepe Gacía Domínguez, Antonio Robles o Jiménez Losantos y algunos políticos como Aznar, Esperanza Aguirre, Pilar del Castillo o Rosa Díez. Y que consiste en oponerse al pedagogismo, al igualitarismo y al localismo que han inutilizado el sistema de enseñanza para recuperar una instrucción pública nacional basada en la disciplina y el esfuerzo. Por no citar a Margaret Thatcher quien, lejos de desregularizar, aprobó el conjunto de contenidos y reválidas estatales llamado "National Curriculum". Todas estas concepciones de las reformas educativas necesarias parten, en suma, de considerar una instrucción pública exigente, dentro de un sistema educativo centrado en la calidad, un presupuesto de la economía liberal (no habiendo igualdad de partida, porque reconocemos la herencia como contenido del derecho de propiedad, se establece en contrapartida esa oportunidad que es la instrucción).

Bienvenidos sean los debates teóricos sobre si el Estado debe regular o no la educación, pero si en vez de reclamar una reforma de la enseñanza, sobre todo de la pública, una mejora de los contenidos estatales y de los métodos de evaluación del Estado y una flexibilización de las vías de estudio, nos limitamos a decir que hay que desregularizarlo todo al final estamos dejando el monopolio del debate educativo a la izquierda, porque no estamos defendiendo una alternativa real. En otras palabras, si en vez de proponer mecanismos que hagan que la enseñanza sea eficaz (autoridad del profesor, desburocratización, especialización de centros...) y que las regulaciones de los contenidos académicos recuperen el sentido común y sean bien evaluados (objetivos claros, exámenes externos, flexibilización de las vías de estudio...), nos limitamos a decir que hay que privatizarlo todo, nos estamos relegando a posturas tan marginales como inoperativas.

Posturas con las que, entrando ya en el debate teórico, tampoco estoy de acuerdo. En primer lugar porque ello favorecería una sociedad compartimentada en distintos estancos culturales en la que proliferarían escuelas islamistas, padres que deciden no escolarizar a sus hijos, etc. Es decir, que al amparo de la supuesta libertad total surgirían comunidades culturales opresoras de los derechos individuales sin que hubiera ninguna resistencia a ello, como lo es hoy la escolarización. La respuesta de los puristas es que en todo mercado se da una competencia que acaba expulsado a los peores productos, partiendo de que todo padre quiere lo mejor para sus hijos y que los casos contrarios serían absolutamente excepcionales (pero aceptables, en tanto que no lleguen al maltrato físico). Se dice que, en todo caso, la competencia acabaría elevando la calidad general de la oferta y reduciendo costes y precios.

Lo que pasa es que este análisis se limita a reconocer un derecho de los padres a elegir la educación de sus hijos y suprime todo derecho positivo de un niño a recibir una mínima instrucción, así como el derecho de una sociedad a impedir la difusión de doctrinas integristas o violentas. Creo que ir más allá del derecho a elegir la formación moral y religiosa dentro del marco constitucional y afirmar un supuesto derecho a no escolarizar o transmitir una instrucción mínima a los niños acaba con un principio tan liberal como la igualdad de oportunidades, unas mínimas oportunidades para que, con independencia de los padres, los menores puedan valerse de su propio esfuerzo y de sus propias capacidades para salir adelante. Y así lo han defendido liberales como Condorcet (defensor frente a Rousseau de un modelo educativo basado en la instrucción y no en la educación ideológica), Adam Smith, que en su Riqueza de las Naciones defendió que la sociedad imponga una mínima instrucción a todos los niños (como, por cierto, defendió también una regulación del mercado de trabajo basándose en la absolutamente evidente desigualdad de poder negociador entre obreros y patrones). Para mí esta es la clave de lo que define un sistema liberal de enseñanza: igualdad de oportunidades frente a igualdad de resultados. Cuestionar la legitimidad de cualquier forma de regulación de la educación supone acabar con la instrucción como elemento de movilidad social, y se aparta tanto del pensamiento de Adam Smith tanto como defender el trabajo infantil o el derecho a enajenar el voto, que sería tanto como acabar con el sufragio universal. De todo esto he hablado, y perdón por la autocita, en Fundamentos de un sistema liberal de enseñanza, también en La Ilustración Liberal.

La otra contradicción de la que a veces se me acusa es la defensa que hago de la instrucción pública como medio que garantice la transmisión de la cultura española y, así, la continuidad histórica de la Nación española (de esa que proclamaron soberana los liberales de Cádiz), lo que resultaría tan "nacionalista español" como el nacionalismo catalán que critico. Pues bien, al contrario que los nacionalistas catalanes, yo no defiendo la educación como un medio de "construcción nacional" ni creo que deba tener como fin fomentar sentimientos nacionales. Lo que propongo es que se garantice en toda España la enseñanza de la lengua y cultura españolas y eso, sostengo yo, de paso contribuye a sostener la continuidad de la Nación española. Y todo ello defendiendo que se enseñen las lenguas que se quiera sin pretender cambiar la lengua materna de los niños contra la voluntad de sus padres.

Pero yendo al fondo del asunto, rechazo también esta simplista equiparación entre nacionalistas españoles y nacionalistas catalanes basada en el rechazo al término Nación. Lo que yo defiendo como Nación española no exige imponer que sólo se utilice el español, ni tiene tintes étnicos, lingüísticos o territoriales sino que es, como en Cádiz en 1812, un espacio de libertad e igualdad de individuos, en el que sí que caben todas las lenguas de España. Y ese espacio de libertad e igualdad se encuentra amenazado por el monopolio nacionalista de la educación en Cataluña (en el que no caben otras lenguas ni otras concepciones ajenas al propio nacionalismo). Es por ello que sostengo que los ciudadanos de toda España tienen derecho a acceder a una instrucción nacional libre de objetivos políticos como la "construcción nacional", incluso si ello contribuye a vertebrar una Nación, en su sentido más liberal, y a garantizar su continuidad histórica.

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