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Amando de Miguel

El mito de la igualdad

Todos los políticos apelan a la igualdad como supremo objetivo de sus desvelos. Sin embargo, no parecen muy preocupados por ciertas desigualdades injustas.

Resulta muy extraño. Todos los políticos apelan a la igualdad como supremo objetivo de sus desvelos. Sin embargo, no parecen muy preocupados por ciertas desigualdades injustas. Pongo el adjetivo, porque hay mil formas de desigualdad que podríamos entender como naturales.

Es un hecho que nos encontramos en un estadio de la historia en el que se ha logrado más igualdad que nunca. No importa. Los voceros de la izquierda aseguran que hoy tenemos más desigualdades que nunca. Necesitan declarar tal falsedad y, más aún, que la gente se convenza de tal patraña porque así se aseguran ellos los puestos fijos para mandar.

La igualdad se mide de muchas maneras. La más utilizada es la de la renta disponible de unos y otros estratos de la población. Pero las estadísticas son poco válidas. Una gran parte de los españoles complementan sus ingresos con la llamada economía sumergida. Se manifiesta de mil modos. No hay que llegar a los extremos del negocio de la droga o de la prostitución. Con la misma renta disponible, hoy tenemos a muchas personas que disfrutan de facilidades que no existían para las generaciones anteriores.

Más fácil es medir la igualdad según el sexo. Es el dominio en el que se registra más avance. No obstante, es al que se destina más esfuerzo público, con todo tipo de observatorios y demás organismos en pro de la igualdad de la mujer. Hay que reconocer el formidable éxito de los grupos feministas. Solo les ganan en efectividad los fabricantes y vendedores de coches.

El gran obstáculo para conseguir la deseada igualdad es la edad. Nadie parece hacerle caso. Es cierto que abundan los tratos compensatorios para jóvenes y viejos. Por ejemplo, la bonificación del transporte público. Pero subsisten algunas normas manifiestamente injustas, como la jubilación forzosa a una edad para los trabajadores por cuenta ajena. Representa un monumento a la desigualdad, pero nadie parece quejarse de tamaño desafuero. ¿Por qué, si yo puedo escribir un libro, no se me permite dar clases en mi universidad? Aunque, bien mirado, no debería quejarme, pues acabarán prohibiendo que escriba libros. Otro ejemplo. No se entiende muy bien por qué existen tantas subvenciones a los parados jóvenes y tan pocas o ninguna a los parados de más de 40 años. Es evidente que los jóvenes pueden defenderse mejor.

La gran fuente de desigualdad en las posiciones sociales es que unas personas se esfuerzan más que otras, o tienen más suerte, o les acompaña la base familiar. El hecho es que tales personas avanzan sobre las demás. Si de verdad se quisiera implantar la igualdad social, habría que acabar con la familia y la herencia. A ver quién es el majo que se atreve con tamaño despropósito.

No siempre se reconoce el éxito social como legítimo. Muchos piensan que el que triunfa lo hace con medios ilícitos. Se trata de una reacción de envidia, el vicio más extendido entre los españoles. Los envidiosos se detectan porque suelen compartir las teorías conspirativas de todo orden. De esa forma acallan sus personales frustraciones. Es humano.

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