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Amando de Miguel

La extraña virtud de la contundencia

Definitivamente, la elegancia no es lo nuestro, pueblo hirsuto y vocinglero, siempre dispuesto a armar la de Dios es Cristo.

Contundencia es una de esas palabras de moda que se repite con delectación cuando se quiere ensalzar el gesto o el tono de un hombre público. Tradicionalmente no era tanto así, pues la contundencia supone (ahora se dice "conlleva") una forma de violencia simbólica. Recuérdese que el asesino mata con un objeto contundente.

En la actual cultura de los españoles hemos dado en apreciar el lenguaje apodíctico, la manera de hablar terminante, a rajatabla, al pan, pan y al vino, vino. ¡Como si la sinceridad fuera la gran virtud! Se admira el razonamiento que no admite réplica ni matices. "Cantar las cuarenta" o "poner los puntos sobre las íes" son manifestaciones de un carácter determinado, digno de imitarse. No nos basta asegurar que una cosa se opone a otra, sino que son "diametralmente opuestas". El adjetivo importante se revela en múltiples descripciones; se sustituye fácilmente por muy importante, sin que quepa demostrar a quién le importa. Cuando se rechaza una cosa relacionada con otra, se insiste en que "no tiene absolutamente nada que ver" o que son "totalmente distintas". Hay que hablar exagerando la nota.

Todos esos rasgos del hablar cotidiano se pueden registrar en las conversaciones comunes, especialmente a través del móvil y con tiempo por delante. Para conseguir la atención y el aprecio del interlocutor hemos de demostrar contundencia. Las más de las veces tal disposición no pasa de una cierta retórica, pero no se pide más. A los españoles nos gusta representar papeles que pasan por dramáticos. De ahí las conversaciones cotidianas en las que se sobreactúa. Tampoco causamos mucha impresión, porque los interlocutores andan a lo mismo. Pero los extranjeros finos observan que muchas veces peroramos o gesticulamos como si el asunto más trivial fuera especialmente grave. Esa es la contundencia. No hay más que verla en los actores y actrices del cine español.

Los discursos de los mítines, las intervenciones parlamentarias, las declaraciones ante las cámaras llevan a que los políticos adopten con frecuencia un estudiado tono contundente. Por eso mismo el nuevo presidente Donald Trump va a caer muy bien en España. En cambio, su figura resulta rara en las costumbres norteamericanas, donde se aprecia la mesura de un Obama.

En el fondo de lo dicho hay que rastrear una veta autoritaria. Los hombres públicos no la rechazan, sino que la cultivan. Es lo que se estila, por mucho que se apele a las formas democráticas. Obsérvese que la palabra discusión, que en otras lenguas significa algo así como razonamiento, en el español castizo quiere decir riña, pelea. El cabreo parece ser el estado natural del español.

Llegado el caso, el gesto contundente puede interpretarse sin más como mala educación. Es lo que se nota, por ejemplo, en algunas tertulias de la tele, donde uno interrumpe descaradamente al otro o, peor, se le superpone elevando la voz. Muchos españoles no lo entienden como una grosería, pero nadie se atrevería a sostener que resulta elegante. Definitivamente, la elegancia no es lo nuestro, pueblo hirsuto y vocinglero, siempre dispuesto a armar la de Dios es Cristo.

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