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Amando de Miguel

Los mal llamados ‘delitos de odio’

Siempre se había dicho que el pensamiento no delinque. A efectos penales solo deben contar las acciones que causan daño.

Siempre se había dicho que el pensamiento no delinque. A efectos penales solo deben contar las acciones que causan daño.

Siempre se había dicho que el pensamiento no delinque. A efectos penales solo deben contar las acciones que causan daño. Pero ahora se nos ha colado la extraña doctrina de que uno puede ser condenado por sentir odio hacia una persona o idea. Aquí viene lo bueno, pues no se trata de odio a cualquier persona o idea, sino solo las que no se consideran progresistas. Donosa parcialidad, enemiga del Derecho, pero es la que se impone como legítima. Por ejemplo, el machismo, la xenofobia o la llamada homofobia (rechazo de los homosexuales) son consideradas ideas punibles por parte de la izquierda. Me adelanto a precisar que también acepta esa aberrante doctrina una buena parte de la derecha, ahora tan acomplejada.

Si uno se atreve a enfrentarse dialécticamente contra ciertas prácticas del islamismo, eso es incitación al odio. Por ejemplo, la costumbre de la ablación del clítoris. Sin embargo, si uno ridiculiza las imágenes o las tradiciones católicas, tal conducta se considera plausible por los sectores dominantes de la opinión. Aun en la catolicísima COPE he oído (ahora dicen "escuchado") que la historia del bautismo de Jesús en el río Jordán es una "leyenda". Muchísimo más grave es que una drag queen (un maricón exhibicionista y grosero) se apreste a dar clases de Religión en un colegio, además de posar como Jesucristo en la cruz. Una conducta así me parece que sería odio con recochineo, pero socialmente se ve con cierta simpatía, o por lo menos originalidad, en aras de la dichosa libertad de expresión.

Aun así, entiendo que el odio sin más no debe ser objeto de sanción penal; bastaría con que la sanción fuera por parte de la sociedad. Es más, sostengo que en la España actual aflora el odio por todas partes, quizá como consecuencia de unas malas relaciones sociales. El odio se asocia normalmente al rencor y a la envidia. Son los hilos con los que se ha tejido durante siglos el tapiz español. Defínase uno como progresista o equivalente y ya son odiosos y odiadores todos los demás, vulgarmente los "fachas".

Parece fácil tachar de xenófobo (desprecia a los extranjeros pobres) a Donald Trump por su extravagante idea del muro a lo largo del Río Grande. Pero ¿no son más o menos equivalentes otros muros, como las vallas de Ceuta y Melilla o las trabas que ponen los ingleses a los extranjeros que quieren trabajar en su país? El Ayuntamiento progresista de Madrid hace alarde del welcome refugees en la pancarta que ostenta la fachada del palacio de Cibeles. Pero ¿cuántos inmigrantes extranjeros trabajan en ese palacio, excluidos los empleados de la limpieza? Me gustaría que la alcaldesa proporcionara esa estadística. No debe de ser difícil de computarla.

Es fácil ver la paja del odio en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Lo grave es que con esa doctrina del odio como materia penal retrocedemos a los tiempos de la Inquisición o aún peores. Convendría que los eminentes juristas arrojaran alguna luz sobre tal retorcimiento de nuestro Derecho. Más que las leyes, debe preocupar la mentalidad prevalente sobre el particular, que a mí me parece sencillamente degenerada.

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