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Amando de Miguel

Los trastornos de las nuevas tecnologías

El mismo hecho de tanta facilidad para enterarnos de todo hace que se produzca una cierta pereza por conocer.

Me refiero a las llamadas nuevas tecnologías de la información y la comunicación a través de la internet y las redes sociales. Todavía no hay una palabra que abarque todo ese circunloquio. La ventaja es incuestionable: la inmediatez de los mensajes, textos y documentos que nos enviamos unos a otros. Teóricamente cabe que uno se comunique con el resto del mundo, aunque en la realidad los contactos se establecen entre los componentes de unos racimos de personas más o menos inquietas. Cabe acceder inmediatamente a una inmensa biblioteca virtual que acumula todo el conocimiento. Otra cosa es que la curiosidad de los usuarios sea modestísima.

Ahora bien, el mismo hecho de tanta facilidad para enterarnos de todo hace que se produzca una cierta pereza por conocer. Se amplía, sí, el saber, pero no sé si muchas veces de forma harto superficial. La información nos desborda cada día ante la pantalla azul. Se produce un cierto hartazgo del conocimiento.

El mayor inconveniente es, desde luego, la posibilidad de que, a través de las nuevas tecnologías, se multipliquen nuevos delitos de creciente amplitud y gravedad. Aunque parezca ficción, el hecho es que, a través de una batería de ordenadores, se puede paralizar el mundo, al menos las transacciones económicas. Lo de las armas de destrucción masiva (después de todo, las que se emplearon en la I Guerra Mundial) más parece una broma al lado de los ciberataques en gran escala. No impresionan porque no se aprecian bajas físicas, pero el daño colectivo puede ser inmenso.

Los hackers empezaron siendo una especie de pillos asilvestrados, unos adolescentes bromistas. Ahora se han convertido en una profesión con todas las de la ley, demandados en gran estima por las empresas multinacionales y los Estados. Los nuevos delitos informáticos han dado lugar a todo un ramo de actividad económica: las empresas de ciberseguridad o como se llamen. De momento representan un coste adicional a los intercambios económicos, sobre todo financieros, pero a la larga van a reforzar la sensación de escasa libertad que alientan tantos controles.

Una consecuencia de lo anterior es la disminución del sentimiento de privacidad, que ha sido una de las conquistas de la civilización occidental. Mantenemos la sospecha de que algún bromista o desalmado vaya a irrumpir en nuestras relaciones personales o nos vaya a inocular un virus informático.

Cuestión menor, pero paradójica y creciente, es que las redes informáticas están complicando cada día más la burocracia. Ahorro a mis pacientes lectores la infinita paciencia con que he tenido que afrontar la necesidad de hacerme una prueba radiológica, recetada por mi médico de Muface-Asisa. Ya saben, la Seguridad Social de los funcionarios. El asunto me ha llevado seis meses de citas médicas, informes, fotocopias, formularios, correos, visitas, llamadas, reclamaciones y todo tipo de gestiones. Esta es la fecha en la que, después de toda esa peregrinación burocrática, aún no me han hecho la dichosa prueba. Y eso que se consideraba urgente. Siempre hay un papel que me falta. Es solo una minúscula ilustración del calvario burocrático al que estamos sometidos los contribuyentes. Menos mal que nos llaman "ciudadanos". Así nos creemos que cuentan con nosotros.

Quizá el progreso tecnológico se ha desarrollado con demasiada rapidez. Los archiperres informáticos se nos quedan anticuados en seguida. Es lo que llaman "obsolescencia programada", una forma sibilina de estafa. Los niños aprenden a manejar los ordenadores y tabletas con notoria aplicación, aunque se pudiera sospechar que con ello se cortan las alas del razonamiento y de conocer. Desde luego, se prueba que se inhibe el placer de la lectura. Aun así, sostengo que en las escuelas de todos los grados debe promoverse aún más la utilización de los ordenadores. Por cierto, tales máquinas no son inteligentes, no dan órdenes, sino que las reciben. La inteligencia sigue residiendo en el cerebro humano. Ese es el verdadero "odenador". Por cierto, cuando preparaba yo mi tesis doctoral a finales de la década de los 50 del siglo pasado, los ordenadores se llamaban "cerebros" sin asomo de ironía. Los utilicé para esa tarea por primera vez con muchas cautelas. Desde entonces me han facilitado la vida, pero también me han hecho algunas trastadas.

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