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Amando de Miguel

Sobre el Quijote

Ya sabía yo que estos libertarios digitales eran un fenómeno de erudición y curiosidad. Aludía yo aquí a una versión del Quijote en latín macarrónico del que ignoraba su filiación. Pues ya está. He recibido docenas de emilios, a cuál más preciso, sobre esa ingeniosa traducción del Quijote en su tercer centenario. Rafael Rodríguez (Tres Cantos, Madrid) me envía una referencia completísima. El autor es Ignacio Calvo y Sánchez (1864-1930). El título exacto es Historia Domini Quijoti Manchegui, Ignatium Calvum, curam misae et ollae. Se ha reeditado recientemente en Guadalajara, AACHE (1999). Alberto Corella me envía una reproducción de la cubierta y del prólogo del dichoso libro, editado en 1905 con ocasión del tercer centenario. Algunos lectores me escanean el primer capítulo. Es un texto hilarante.
 
Por si fuera poco, Carmen Sánchez Morillas aporta otra versión de lo mismo. Se trata de una obra sobre el Quijote, del siglo XVIII, titulada Don Quijote de la Manchuela, de Donato de Arenza. Se ha reeditado en Jaén por el Centro Asociado de la UNED en 1997. Contiene algunas partes traducidas al latín macarrónico.
 
Leovigildo Martínez Anaya (Almeria) se toma la molestia de transcribirme el capítulo primero del Quijote de Calvo en latín macarrónico. Me pregunta que de dónde viene eso de macarrónico. Muy sencillo. Macarrones procede del griego makaría (una especie de gachas). El prefijo ma en griego da lugar tanto a la magia como a la masa (magdalenas). Los macarrones se asocian, pues, a la cocina colectiva y untosa de los conventos y monasterios. Los macaroni eran la versión italiana de las gachas españolas, el Jean Farine de los franceses o el Jacques Pudding de los ingleses. A principios del siglo XVI nació en Italia la poesía burlesca o festiva. Su creador, Teófilo Folengo o Merlín Cocaccio o Coquus (Merlín el Cocinero), escribió Macarronea. Asociaba esa poesía a los macarrones por su carácter popular, grasiento, rústico. La gracia estaba en utilizar la lengua romance con terminaciones latinas, lo que provocaba la hilaridad del público. La mezcla se comparaba con la pasta que formaban los macarrones con la harina y el queso. El latín de cocina se utilizó profusamente en Italia, Francia, Alemania, España y otros países. Todavía hoy en nuestro tiempo el Gaudeamus ígitur o los Cármina burana podrían ser la parte exquisita y solemne de ese latín de cocina o macarrónico.
 
Isabel González Díez me hace una consulta delicadísima: “¿Qué edición del Quijote puedo regalar a un hombre culto de 59 años?” Para mí la más completa es la de Vicente Gaos (Gredos). Las numerosas notas se leen como si formaran otra novela. Una versión muy asequible es la de Andrés Amorós. La más erudita, aunque un poco pesada, es la de Francisco Rico. No aconsejo una edición sin notas, a pesar de que el español de Cervantes es prácticamente el nuestro.
 
Francisco Javier Alberdi Arruabarrena quiere saber si se puede decir vagamundo, que tantas veces emplea Cervantes. En efecto así es. En tiempos de Cervantes se decía tanto vagamundo como vagabundo, para indicar la persona errante, sin domicilio fijo, el peregrino. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro, contemporáneo de Cervantes, dice que es mejor vagabundo. La razón es que en latín es vagabundus. El contagio con el “mundo” por el que vagan los errantes permitió lo de vagamundo, pero esa es hoy una palabra bastarda. La única defensa que tiene es la autoridad de Cervantes.
 
Sobre la célebre frase de “Ladran, Sancho, luego cabalgamos”, Pablo Padilla me comunica que la introdujo Orson Welles en una película sobre don Quijote. Tengo que suponer que el guionista la aceptó pensando que era del Quijote, pero ca, en esa obra no aparece. Al menos, yo no la recuerdo. Ni siquiera en El coloquio de los perros emplea Cervantes la famosa frase apócrifa.
 
Eloy González (Palma de Mallorca) afirma con toda seguridad que la dichosa frase “Ladran, luego cabalgamos” está en un pasaje del Quijote. Le agradecería a don Eloy que me hiciera saber en qué pasaje se encuentra la frasecita. Sería una notable contribución a los fastos del IV centenario de la gran novela.
 
Juan M. Mestres (Madrid) no está de acuerdo con mi afirmación de que “si no hubiera muchas palabras con dos o más sentidos, el lenguaje no existiría como un hecho cultural”. En apoyo de su opinión dice: “Cervantes nos recuerda que debemos utilizar palabras precisas y significantes”. No sé dónde pudo decir Cervantes tamaño dislate. Precisamente, el de Alcalá, es un maestro en utilizar maravillosas ambivalencias. Solo hay que recordar lo de “Con la iglesia hemos dado, Sancho”.

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