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Aníbal Romero

Veneno en el alma

Hugo Chávez ha sido una terrible calamidad para Venezuela, y las secuelas de estos años de destrucción, humillación y pesadilla perdurarán mucho tiempo.

Hugo Chávez ha sido una terrible calamidad para Venezuela, y las secuelas de estos años de destrucción, humillación y pesadilla perdurarán mucho tiempo.

Deseo sugerir a los lectores, quizá impresionados por el dolor colectivo escenificado estos días en Venezuela, que lean –si aún no lo han hecho– el ensayo de Sigmund Freud titulado Psicología de las masas y análisis del yo. Del mismo reproduzco estas frases:

Las multitudes no han conocido jamás la sed de verdad. Piden ilusiones, a las cuales no pueden renunciar. Dan siempre la preferencia a lo irreal sobre lo real, y lo irreal actúa sobre ellas con la misma fuerza que lo real.

El gran mercader de ilusiones que fue Hugo Chávez acabó con la esencial diferencia entre verdad y popularidad, y no pocos han caído en la trampa. Pero el orden de la verdad no es el plano de la popularidad. No importa que millones se vuelquen a las calles, que decenas de jefes de Estado hayan asistido al sepelio, que se publiquen en los periódicos centenares de avisos hipócritas y que buena parte de la prensa internacional exalte su figura como una especie de héroe romántico, campeón de los pobres y paladín de la utopía.

Todo eso pertenece al plano de la popularidad, que no es el orden de la verdad. Y la verdad, creo, es esta: Hugo Chávez, su mensaje y su revolución han sido una terrible calamidad para Venezuela, y las secuelas de estos años de destrucción, humillación y pesadilla perdurarán mucho tiempo. La razón de ello, que pertenece al orden de la verdad, es que Hugo Chávez inoculó un veneno en el alma colectiva de los venezolanos, para el cual posiblemente no existe antídoto o en todo caso es de efectos a largo plazo. Ese veneno se llama odio, resentimiento y división.

No era necesario meter ese veneno en el alma de la gente para hacer cambios en Venezuela. Cuando Chávez triunfó en la elección de 1998 sumó el respaldo de muchos que hasta entonces le habían adversado. El terreno estaba abonado para realizar una obra positiva, sin los inmensos costos de otras partes y momentos históricos. Pero Chávez escogió el camino del rencor, cuyos resultados hoy contemplamos; el camino de la confrontación y la fractura a toda costa entre venezolanos, a la manera de otros episodios de nuestra historia regados de pesar, exilio, muerte y desencanto.

En medio de este torbellino de nada, de este huracán de vacío, de este maremoto de delirios, la oposición democrática, lamentablemente, se dejó chantajear por el eficaz mercader de ilusiones y confundió el orden de la verdad con el plano de la popularidad. La oposición empezó por atemorizarse y acomplejarse ante el pasado, admitiendo y potenciando las infamias de Chávez acerca del significado de la República civil y sus logros. En lugar de asumir en primer término el orden de la verdad, para andar desde allí a la conquista de la popularidad, la oposición lo ha hecho al revés, procurando ganar apoyos mediante la imitación del fatídico ilusionismo bolivariano. Chantajeada, acomplejada e intimidada por la violencia verbal e institucional de este régimen funesto, la oposición no se ha enfrentado con el mal de manera radical, denunciándolo sin miedo y sin pausa, negándose a hacer comparsa a las permanentes violaciones de la Constitución.

El deber de la oposición no es vender ilusiones sino combatir por la verdad, pues el veneno inoculado por Chávez en el alma colectiva de la nación y el mal instalado en el seno de esta sociedad con la excusa de la lucha contra la pobreza no remiten ante las recetas puramente pragmáticas de encuestadores y asesores electorales. Aquí no ha habido modelo de inclusión sino de exclusión, no ha habido verdad sino mentira. La degradación es profunda.

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