Menú
Aníbal Romero

Washington y la situación venezolana

Hay indicaciones que el gobierno de Estados Unidos cambió de línea en torno a la crisis venezolana. Finalmente, Washington ha caído en cuenta de que en Venezuela la enfermedad es terminal y está en juego 15 años de empeños norteamericanos de defender las transiciones constitucionales en América Latina. Esto ocurre precisamente en Venezuela, una nación que por décadas fue ejemplo de estabilidad en la región. A ello se suma la crucial relevancia estratégica de país petrolero que ha caído en manos de un enemigo jurado de Occidente y de Estados Unidos –Hugo Chávez–, en tiempos de severos peligros en el Oriente Medio y de inquietud por la salud económica internacional.

Washington tardó mucho en percatarse de la gravedad del panorama venezolano. La ceguera de Washington ha tenido dos raíces. Por una parte, no resulta fácil identificar a tiempo quién es un verdadero revolucionario y qué le diferencia de un mero agitador. Estados Unidos ha visto numerosos demagogos y populistas en América Latina. ¿No sería acaso Chávez otro más del montón? ¿Pura retórica y escasa sustancia? ¿No era preferible fijarse en lo que el disparatado caudillo hacía y despreciar lo que decía?

Por otra parte, Washington puede darse el lujo de subestimar a sus enemigos; su margen de error es muy amplio y su capacidad de reacción inmensa. Esa fue la conducta que asumieron con Chávez: subestimarle. Claro está, el producto final de semejante línea de política exterior es que el daño ha sido profundo y se ha avanzado demasiado en la ruta del conflicto. Washington abrió al fin los ojos, pero lo ha hecho cuando ya la sociedad venezolana se encuentra al borde del abismo, aferrada con las uñas a un resquicio del acantilado, preparándose para lo peor.

A esto se añade que Washington ha abierto los ojos a medias. A pesar de las rectificaciones tardías del Departamento de Estado, de la movilización diplomática en la región, y de los esfuerzos de Gaviria, en Washington –y en sectores de su Embajada en Caracas– siguen presumiendo que de algún modo Chávez se someterá a los esquemas de una democracia que menosprecia, contra la que combate y a la que siempre estará dispuesto a liquidar. No ha habido forma de que los embajadores norteamericanos en Venezuela durante el gobierno de Chávez asuman su responsabilidad como representantes del único gran poder y se planten con firmeza ante un régimen canalla y delincuente, aliado con sus peores adversarios. El gobierno norteamericano (y el diario Washington Post) siguen colocando a Chávez y a la oposición en plano de igualdad moral, lo cual constituye una injusticia y un serio desatino político.

El problema de Washington y de una parte de la oposición venezolana ha sido creer que la democracia tiene siempre que defenderse con métodos democráticos. No es así, sencillamente porque la violencia y el despotismo pueden acabar con ella y con frecuencia lo han logrado. Para sostener la democracia es indispensable actuar con claridad conceptual y absoluta firmeza práctica, sin caer en el engaño y el chantaje de los que usan la democracia para destruirla. No debe tolerarse al intolerante, y Washington ha errado en su miope suposición según la cual admitir los fenómenos degenerativos de la democracia –como el chavismo– equivale a protegerla. Al contrario, con esa política la desprestigian más.

Hace rato que la Carta Democrática debió ser implementada en Venezuela. Sin ello, el camino a un desenlace todavía más violento del que ya sufrimos se acelerará. Washington debe actuar con mucha mayor firmeza de lo que ha hecho hasta ahora. De lo contrario, su fracaso en Venezuela hundirá el conjunto de su política hemisférica.

Aníbal Romero es profesor de ciencia política en la Universidad Simón Bolívar.

© AIPE

En Internacional

    0
    comentarios