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Antonio Robles

Etnomanía contra ciudadanía

España está enferma de etnomanía. Me refiero al narcisismo por lo propio.

España está enferma de etnomanía. Me refiero al narcisismo por lo propio. No es asunto privativo de España, la historia está infectada de tragedias provocadas por él. Lo cual no disculpa en nada la más grave amenaza que se cierne contra la igualdad política que garantiza el valor de la ciudadanía. Es decir, el derecho que tiene toda persona a disfrutar de los derechos de una sociedad organizada democráticamente y la responsabilidad de hacerse cargo de los deberes que comporta. Libertad individual como sujeto político por encima del narcisismo de los territorios en nombre de la etnia. O como dice Fernando Savater:

Ciudadanía: una forma de integración social basada en compartir derechos semejantes y no en la pertenencia a determinados grupos vinculados por lazos de sangre, de tradición cultural o de jerarquía hereditaria.

Digámoslo claro, derechos democráticos (participativos) frente a derechos históricos (la fatalidad del destino); derechos individuales frente a los territoriales; derechos cívicos, propios del derecho positivo, frente al derecho natural de la raza, la sangre, la lengua, la etnia, la religión…

Vuelvo al filósofo. En un opúsculo preciso y necesario pronunciado en el Parlamento Europeo en 2001 bajo el título "Etnomanía y ciudadanía", aboga por sociedades donde el valor de la ciudadanía nos libere por fin de la sacralización de las etnias. No hablaba en abstracto, el mundo la sufría en multitud de lugares a pesar de La paz perpetua de Kant, y él mismo la soportaba a diario en su barrio y comprobaba impotente cómo España entera se echaba en sus brazos como una adolescente cegada por la novedad de lo que ignora.

En esa breve reflexión está compendiado el abismo que nos abren compulsivamente los nacionalistas y los nuevos redentores del populismo. Armados con sofismas etnomaníacos, pero colados como modernos o usados con sentido torcido, colonizan conciencias y parcelan territorios. Hasta los últimos en llegar se han enganchado a una España plurinacional y el derecho a decidir. Detrás viene el hierro, la marca que fija nativos y fabrica extranjeros. Ni siquiera tienen el coraje de llamar a la salvajada por su nombre: "Nosotros primero" (cambien el sujeto por la etnia que les apetezca, y aparecerá su naturaleza reaccionaria).

Este narcisismo por lo propio emponzoña cualquier salida a la diversidad connatural a toda sociedad humana. Por eso es también el mayor problema que tiene ante sí España como constitución de ciudadanos libres e iguales. "No es lo mismo el derecho a la diversidad, base del pluralismo democrático, que la diversidad de derechos, que lo aniquila". Nuevamente nos aclara el filósofo la trampa. Y la desvela.

Ni la corrupción, ni el paro ni la justicia distributiva podrán solucionarse si antes no anteponemos ese valor de la ciudadanía a la sacralización de los territorios. Si la patria es el último refugio de los canallas, aquí y ahora tenemos una jauría de patrias devorándose entre sí, y a un tris de acabar con el Estado Social y Democrático de Derecho que nos garantiza una sociedad a salvo del gueto de la sangre, el rejón lingüístico o los derechos históricos.

A un paso de votar el día 26 de junio en las elecciones generales, nos sobran canallas y escuderías (viejas y nuevas). Unas y otros son parte del problema, porque son ellos quienes generan el lodazal o se inclinan ante la moda. Fuera de esa lucha encarnizada, no queda nada. Ni siquiera tranquilidad para discernir entre tanta mediocridad.

Por eso envidio a los electores de Madrid. Ellos tienen la posibilidad de dar su voto a un hombre ecuánime y coherente con las ideas que ha defendido con determinación, y ahora, a punto de dejar la vida pública, las presta a unas siglas más necesarias que nunca en el Congreso de los Diputados. Vote lo que vote en Barcelona, el alma la pondré en el ciudadano Fernando Savater. Al menos sé lo que voto.

En España

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