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Antonio Robles

La mentira de la verdad

En lugar de pedir perdón y ponerse a disposición de la audiencia, deja el regusto amargo de haber cedido a la confesión porque no le quedaba otra salida.

El intento de manchar la gloria de los ganadores del Tour de Francia alegando que es imposible conseguirlo sin doparse es la última gran mentira de un canalla que hasta cuando dice la verdad la utiliza para seguir mintiendo. Recurso de ventajistas. Ya que no puedo ser yo, que no lo sea nadie. En él no hay culpa o vergüenza por la obscenidad mantenida en el tiempo, ni asunción de responsabilidad ante quienes le siguieron y admiraron. ¿Cómo se atreve a mantener ante la audiencia la misma mirada sobrada, tan altiva en la mentira como arrogante en su relato?

La única sinceridad en la mentira pasa por resarcir el daño causado en sus víctimas. No es el caso. En lugar de pedir perdón y ponerse a disposición de la audiencia, deja el regusto amargo de haber cedido a la confesión porque no le quedaba otra salida. Y para colmo nos recuerda dolorido que el mero hecho de confesar le ha costado 75 millones de dólares. Encima mártir. ¿Cuántos cobrará por entrevistas, libros, películas, conferencias y programas morbosos a partir de ahora? ¿Está bien que sacase beneficio de las trampas entonces, y pretenda seguir viviendo ahora de la nueva mentira de la verdad? Toda su vida es apariencia, y sus ganancias un robo. Nada puede perder, porque nada ganó con honradez. No le pertenece, no es suyo. Los aficionados tenemos derecho a que devuelva lo defraudado, en dinero y en valores, pues las ilusiones y relatos heroicos de una leyenda que nos sedujo, en su falsedad, nos humillan. Solo le queda hincar la rodilla y mendigar el perdón sin esperar piedad. Eso es patrimonio, ahora, de los engañados. No puede adornar la verdad de la mentira para seguir ocupando el titular y el talonario.

El Arco de Triunfo de París al fondo. Unas imágenes preciosas de Armstrong con su hijo de meses en brazos, los dos enfundados en sendos maillots amarillos, el del primero como símbolo de su último triunfo en el Tour, el del pequeño, el de la pasión de un bebé por su padre. Son los ojos del amor instintivo que reduce todo su mundo al padre que le abraza. Son los mismos ojos que día tras día le han seguido por la tele, lejos de sus brazos, siempre ilusionado azuzado por el reclamo maternal. ¿Cómo borrar esa huella idílica del padre?

Cuando Armstrong expone que el momento más duro de su confesión fue rogar a su hijo que no lo defendiese más, le estaba protegiendo de su propia inocencia, de una pasión por el padre más allá de la mentira. ¿Cómo odiar lo que ha aprendido a amar confiado por la inocencia? ¿Cómo recomponer la verdad de la mentira sin destruir todo lo que ama?

Seguro que le perdonará, porque a nadie se le puede odiar si la relación nació de la confianza. Aunque fuera aparente. Puede que se vuelva huraño y necesite volver a creer. Pura necesidad. Puede que el padre no le vuelva a tener por entero si no se desnuda ante él. Puede que solo pueda recomponer el afecto desde la sinceridad más cruda. Sin nuevos trucos ni adornos. Porque entregas como esa necesitan una disculpa para seguir mostrando lo que la desolación de la mentira obliga a simular que no se siente. 

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