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Antonio Robles

Las razones democráticas del Congreso

Declarada la guerra, los complejos ante el nacionalismo han llegado a su fin.

"Era el día" para desenmascarar la farsa nacionalista y no se aprovechó, asegura Arcadi Espada en su artículo de hoy de El Mundo. No digo que no, pero si se mira de dónde venimos, el pesimismo se debería graduar: por primera vez, los máximos representantes de la soberanía popular desenredaban entuertos jurídicos y falacias políticas con el rigor de un cirujano y la solemnidad de quienes tienen al Estado de Derecho de su parte. Ya era hora.

Importa, claro que importa, que el presidente del Gobierno de España omitiera el desplante nacionalista y el incumplimiento de las leyes, como incomoda que el jefe de la oposición estuviere más preocupado por darles una salida con la reforma de la Constitución que con su cumplimiento, pero uno y otro trabaron un análisis impecable de los límites del Estado de Derecho y de la decencia democrática. A Rosa Díez le dejaron impolutos los abusos del nacionalismo y su naturaleza reaccionaria. Y se cebó en su fortuna. En realidad, cada uno de los tres hizo lo que el límite de su electorado les permitía. El conjunto fue, por primera vez en democracia, una completa bofetada a esa reaccionaria y obscena ideología nacionalista que se está paseando por tierras catalanas como si fuera la estatua de la libertad cuando sólo es el viejo y carcamal espectro del carlismo con rímel y polvorete. Y sin embargo…

Y sin embargo quisieron dar la sensación de ser los seguidores de Gandhi. ¡Ay!, qué pandilla de farsantes. En Cataluña los conocemos muy bien, siempre con piel de cordero y allí donde tienen poder o presupuesto lo hincan hasta el mango. No necesitan argumentos, desde hace años tienen parroquia de misa diaria con los últimos dioses de TV3: el Barça, la lengua, el expolio fiscal, el derecho a decidir y la independencia. No importan las razones, aceptan cualquier extravagancia con tal de que excite sus emociones de pertenencia. En su Cataluña, en su gallinero, pueden, se jalean a ellos mismos, simulan divergencias y se otorgan medallas por turnos; pero en el rompeolas de España, con políticos bregados, hechuras jurídicas y hechos, no. Bien a las claras quedó la insignificancia de los tres impostores que mandó la etnia a España. No daban más de sí, no porque ellos fueran insignificantes, sino porque su discurso adolescente lo acostumbran a soltar sin oposición ninguna en escuelas, el Parlamento autonómico y medios de comunicación públicos y concertados. Salir del útero materno y enfrentarse a la realidad es otra cosa. Si ese debate se pudiera producir a diario en Cataluña, tengan por seguro que los políticos, sindicalistas y allegados del proceso de construcción nacional seguirían pensando lo mismo, pero la gente corriente tendría una oportunidad de huir de esta enfermiza melancolía.

Por esto, precisamente por esto, el ejercicio racional y democrático hilvanado en el Congreso de los Diputados ha sido un alegato imprescindible para situar a la altura correspondiente a quienes utilizan el nombre de la democracia en vano. Y una evidencia aún más importante: declarada la guerra, los complejos ante el nacionalismo han llegado a su fin. No solo de responsables políticos sino de millones de españoles. A partir de ahora, no solo ellos tienen enemigos a quien despreciar, el resto de españoles también. Por fin habrán logrado conseguir lo que han deseado y utilizado durante décadas: que España no los quiera. La profecía autocumplida a fuerza de provocarla. Aunque les parezca una paradoja, eso los hace felices. De ahí que les haya sentado tan mal que el gallego le diera dos tazas de su misma medicina.

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