Menú
Antonio Robles

Los santos inocentes

El lenguaraz Federico no es odiado por deslenguado ni por faltón; si así fuera, docenas de creyentes en la superioridad moral de la izquierda y miles de nacionalistas habrían de ser perseguidos de oficio.

La cruel existencia que han de soportar seres derrotados por razón de nacimiento y abuso de caciques, descrita magistralmente en la novela Los santos inocentes de Miguel Delibes, nos ayuda a comprender un tiempo donde la arbitrariedad del poder constituía una fatalidad inalterable regida por una mezcla de caciquismo y analfabetismo a partes iguales. La vida resignada e indigna del "servicio", siempre humillada por el señorito de turno, nos alerta contra el peligro de la sumisión ante los sistemas que fuerzan silencios y reducen la libertad a lo que el poder que los rige determina en cada momento.

¿Se imaginan a un tal Federico Jiménez Losantos largando sus filípicas de cada mañana con tono y formas de un jesuita del PNV? Entiendo que no se lo imaginen, pero lo cierto es que no por ser más hipócrita en las formas iba a ser menos perseguido.

En estos tiempos de incertidumbres y mudanzas, andan caciques y señoritos ocupados en poner orden en el "servicio" periodístico. No hablo del siglo XIX ni de caciques a caballo. Hace tiempo que en España los caciques son presidentes de comunidades autónomas, directores de medios de comunicación y amos de cajas y centros étnicos-culturales mil.

Nunca estuvo tan reglado ni ordenado el orden político, económico y periodístico. Los nuevos caciques han cambiado la jaca por la ecología y las políticas de igualdad, se codean y confunden con los caciques conservadores de toda la vida, excusan sus redes clientelares con el nacionalismo y sus vástagos enseñoritados viven de tertulias, direcciones generales, direcciones periodísticas y del pego intelectual subvencionado. Eso sí, nadie se sale del guión. Nunca hubo tanto orden; tampoco tanto sapo en el café del desayuno.

Reparen, busquen. Háganlo con calma, sin precipitarse. Piensen: ¿cuántos periodistas están dispuestos hoy en España a salirse del guión reglado por el grupo de presión político respectivo? No estoy preguntando por quienes encajan mejor en sus opiniones, sino cuáles se salen del guión y son ingobernables por esos sistemas que forjan los silencios. El matiz es importante, porque a veces rechazamos las formas o el contenido de un periodista no por ser insufribles, sino sólo por no defender lo mismo que nosotros. Retorno a la pregunta y la enfoco en plano corto: ¿cuántos periodistas están hoy en España dispuestos a denunciar sin complejos esa caja de Pandora que constituye el nacionalismo? Busquen y verán que Federico Jiménez Losantos debe ser uno de los pocos.

Este Atila de las ondas, azote de nacionalistas, de periodistas de pesebre o políticos comparsas, incapaz de soportar a titiriteros con síndrome de superioridad moral, a sectarios de izquierdas o de cualquier otra religión o acomplejados de derechas es inaguantable, adorable, odioso, genial, un agitador peligroso para unos e imprescindible para otros. Todo al mismo tiempo. Con él no hay término medio, o lo odias o lo adoras. Pero lo que es seguro es que no es un meapilas ni está al servicio de nadie. Algo impagable en los tiempos que corren.

Incurre en dos características inadmisibles hoy por el periodismo español: es irreverente con los nacionalistas e imprevisible frente a "los suyos" (sean quienes sean ahora los suyos). Por eso, porque ha incurrido en ese doble pecado, los dueños de una y otra propiedad se han aliado para derrocarle. Lo de menos es la naturaleza de la querella, es la oportunidad para conjurarse contra su micrófono.

Nunca antes en España se ha pretendido eliminar de una profesión a ningún delincuente por cometer un delito probado. Ni siquiera de carácter criminal. La sola pretensión de pedirlo sería motivo suficiente para que saliera un ejército de seres bondadosos exigiendo el derecho a la reinserción social del criminal. Esperen sentado que alguno de ellos levante la voz para denunciar la caza de brujas puesta en marcha contra Losantos.

Hoy quieren linchar sin miramientos al periodista, cortarle la lengua y los dedos, impedirle la emisión de sus ideas. Repito, lo que menos importa es la querella. La querella sólo es una disculpa. Le tenían ganas. Los cazadores de brujas no quieren restaurar el honor del querellante –en el supuesto caso que hubiera sido injustamente mancillado–, no: pretenden enmudecer al querellado para siempre. Todos, de la derecha cacique española, a la derecha cacique nacionalista, de la izquierda nacionalista a la iglesia nacionalista. Porque el lenguaraz Federico no es odiado por deslenguado ni por faltón; si así fuera, docenas de creyentes en la superioridad moral de la izquierda y miles de nacionalistas habrían de ser perseguidos de oficio. Y no sólo periodistas, también políticos. No, los nacionalistas odian a Federico por la naturaleza de lo que dice, por defender sin complejos lo que ellos odian: la España constitucional y la sociedad abierta. Como lo odian los caciques de la derecha española que ven en la alianza con los nacionalistas la línea más corta para recuperar el poder.

Los ejemplos son infinitos. No podía faltar Pepiño Blanco, ese pequeño saco de maldades, recomendando a la Conferencia Episcopal que despida a Losantos de la COPE. O La Vanguardia, que titulaba el pasado domingo en portada a cuatro columnas, con foto inmensa del cardenal de Barcelona, Lluís Martínez Sistach: "Me opongo a la renovación de Jiménez Losantos". En el interior, dos páginas completas de una entrevista guiada. Y ese mismo día, en ese mismo periódico, Pilar Rahola arremetía contra Federico con una virulencia tal que dejaba por hipócrita su acusación de que se dedica a la caza del hombre en vez de hacer periodismo. Pero por si el grupo de presión periodístico no lo hubiera dejado bastante claro, incluía también una entrevista trascrita de L'Osservatore Romano donde Juan Manuel de Prada aprovecha para arremeter contra prácticas anticatólicas y abortistas que supuestamente representan locutores de la COPE como él. TV3, Telecinco, telediarios, tertulias, radios, debates, etc. La obsesión por levantar iconos odiosos con el objeto de cohesionar el negocio nacional se acababa de poner en marcha. Federico se convertía así en un problema más importante que la sequía o la imparable subida del paro.

Se puede estar a favor o en contra del periodismo de Federico, pero personajes como él son imprescindibles. Ama la vida y se la lleva puesta, sin vergüenzas ni complejos. Hiere porque odia la impostura y huele la incongruencia. No me gusta su desprecio manifiesto por quienes no piensan como él, pero ¿cómo podría ser el contrapunto al pensamiento único si fuera tan políticamente correcto como Forges o tan sectario como López Garrido?

Se puede estar a favor o en contra de lo que defiende cada mañana, pero impedir que lo haga es un crimen contra la libertad de expresión, de conciencia; un ataque a la legítima defensa. Era difícil denunciar la vergüenza de un tiempo en que las víctimas de ETA hubieron de salir por la puerta de atrás de las iglesias con endecasílabos, pero alguien tenía que hacerlo y fue él, con la razón encolerizada porque tenía corazón. Vale más ese detalle que todas las sonrisas falsas de quienes se quejan de su verbo y dramatizan su ofensa. Entender esto es imprescindible para preservar las sociedades abiertas. Decía John Stuart Mill:

Lo que hay de particularmente malo en imponer silencio a la expresión de opiniones estriba en que supone un robo a la especie humana, a la posterioridad y a la generación presente, y de modo más particular a quienes disienten de esta opinión que a los que la sustentan. Si la opinión es justa, se les priva de la oportunidad de dejar el error por la verdad; si es falsa, pierden lo que es un beneficio no menor: una percepción más clara y una impresión más viva de la verdad, producida por su choque con el error.

No estoy defendiendo la libertad de expresión sin límites. Una libertad sin límites no es libertad, es la ley del más fuerte. Ni amparo a quienes escudándose en ese derecho difamen, calumnien o injurien con impunidad. Pero es preciso preservar de toda censura el riesgo del juicio de intenciones en un mundo donde los políticos se han convertido en camaleones profesionales.

Cada día intuimos la hipocresía o directamente la mentira en la actividad política. ¿Cómo defender al ciudadano de tanta máscara si no es con la denuncia desnuda y con el recurso del sarcasmo humorístico o la opinión subjetiva de quienes no están dispuestos a que nos tomen por imbéciles?

En Sociedad

    0
    comentarios