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Armando Añel

Epílogo miserable

¿Dejará la población cubana que expire tranquilamente, en el poder, su principal victimario? Parece que sí, y que además de aceptarlo lo prefiere. Miserable epílogo para la novela del totalitarismo en Cuba.

Una interrogante, retórica a fuerza de repetitiva, ha marcado la mayoría de los debates en torno a la cuestión cubana: ¿por qué la población no se rebela contra el régimen que la subyuga? Que dicha rebelión no se produzca ni siquiera en momentos en que Fidel Castro agoniza –no se sabe si escalonada o irreversiblemente, si en el mismísimo infierno o con un pie en la cama y otro en la tumba– brinda a aquellos que aún cortejan el castrismo una especie de infalible salvoconducto argumental: si la población no se echa a las calles es porque mayoritariamente, de una u otra manera, apoya al gobierno. Mayoritariamente, que quiere decir aquí tácitamente: si niño que llora mama, niño que calla otorga.

En Cuba han tenido lugar varias rebeliones durante este medio siglo de totalitarismo –el llamado "maleconazo", en agosto de 1994 en el litoral habanero, acaso sea la más notoria–, pero ninguna una de ellas tuvo la suficiente categoría o resonancia. En un país donde los medios de difusión masiva destapan una y otra vez el baúl de los recuerdos del castrismo, donde hasta hace poco ni siquiera existía una prensa independiente, local o extranjera, esta clase de acontecimientos han pasado desapercibidos. Todavía hoy, las agencias de noticias acreditadas en la isla acusan falta de libertad de movimiento, marcadas por una inocencia valorativa –la imposibilidad de entender a fondo los mecanismos represivos y/o auto-represivos que caracterizan al sistema– que no puede sino volverse contra su objetividad periodística.

No obstante, y al margen de los innumerables recursos de que dispone todo sistema totalitario para manipular, controlar y/o maniatar a sus súbditos, al castrismo debe reconocérsele una capacidad adicional: la de haber matado en la población cubana ese espíritu rebelde, de una audacia casi festiva, que la caracterizó en ciertas etapas. Adulterada la política por el inmovilismo de Estado, el régimen ha parido por fin al tan llevado y traído hombre nuevo: ese ente incrédulo, irresoluto, apático, que subordina lo moral a lo práctico y en consecuencia se reconoce incapaz de transformar el estado de cosas imperante. Ha dado a luz una criatura sugestionada por las sucesivas máscaras de un sistema en el que los débiles carecen de derechos; en la isla del doctor Castro, los débiles son los íntegros, aquellos que muestran una sola cara. En el paraíso del relativismo en que se ha convertido Cuba la ética de la integridad ha sido sustituida por la ética de la supervivencia. En este contexto, lo ético no sólo no parece razonable: resulta anodino o risible.

La disidencia interna es entonces una excepción que, sin embargo, La Habana se ha empeñado en reprimir durante todos estos años, temiendo que, a la manera del iceberg, esa punta lidere suficiente masa. El grueso de la sociedad aguarda anestesiada –algunos sectores, incluso, desconfían de un futuro en el que deberán arreglárselas sin falsificarse a sí mismos–, a caballo entre su ya proverbial indolencia y el convencimiento de que el final está muy cerca, de que al menos alguna clase de cambio está a punto de gestarse.

En las postrimerías de un proceso tan dramático como corrosivo, otra pregunta podría acompañar la que encabeza este artículo: ¿dejará la población cubana que expire tranquilamente, en el poder, su principal victimario? Parece que sí, y que además de aceptarlo lo prefiere. Miserable epílogo para la novela del totalitarismo en Cuba.

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