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Armando Añel

La revolución liberal

La consolidación de un sistema paulatinamente democrático en el otrora feudo de Sadam Hussein –lo cual, para empezar, no estaría del todo mal– enredará la lengua de quienes, durante meses, no han cesado de tergiversar la realidad iraquí

Un muy popular axioma conviene en que las apariencias –apariencias o, en el caso presente, conveniencias ideológicas– engañan. Los dos grandes golpes de timón del gobierno de George W. Bush, quizá los dos únicos que merecen considerarse como tales, hacen buena la sentencia, desmontando el rótulo de revolución “conservadora”, o “neoconservadora”, atribuido a las políticas más audaces de la actual administración.
 
Ello es así en tanto los principales caballos de batalla de la mencionada revolución, esto es, la estrategia preventiva desde la que Washington procura internacionalizar la libertad, más su propuesta para la creación de un fondo independiente de pensiones que privatice parcialmente el sistema vigente en los Estados Unidos, son arreados por la misma rienda liberal. El inquilino de la Casa Blanca es, ciertamente, un conservador, pero los dos grandes movimientos sísmicos que han sacudido la geografía política del país durante su presidencia, esos que introducirán al ex gobernador de Texas en los planes de estudio de las escuelas norteamericanas, son, en esencia, liberales. Y no liberales a la manera estadounidense, porque en Norteamérica el término, convenientemente edulcorado por la socialdemocracia, ha perdido su significado original. Liberales en toda la acepción de la palabra, a la manera en que ésta es manejada por europeos, ingleses y latinoamericanos.
 
Inspirada en el sistema de pensiones chileno –aprobado en 1989 y, desde entonces, todo lo exitoso que se quiera–, la privatización de la Seguridad Social propuesta por Bush instrumenta una estrategia de capitalización que convertiría a los feudatarios del Estado en feudatarios de sí mismos, poniendo a crecer miles de millones de dólares en la bolsa de valores. Los ciudadanos depositarían en las llamadas cuentas individuales de jubilación, voluntariamente, parte de sus actuales impuestos, liberando activos para financiar su vejez; se calcula que en los Estados Unidos alrededor del seis por ciento del salario bruto del trabajador es destinado a la Seguridad Social: de salirse la Casa Blanca con la suya, los contribuyentes podrían desviar dos tercios de esa cantidad hacia sus cuentas inversoras.
 
Como ha señalado el ex ministro de Trabajo chileno, José Piñero, lo mejor de la reforma de pensiones que la presidencia discutirá en el  Congreso “es que se creará una dinámica en la cual los mismos trabajadores, al comparar los dos sistemas, pedirán más y más de sus recursos para la capitalización individual”.
 
Por otro lado, en lo que se refiere a la internacionalización de la libertad, los avances conseguidos tras el primer período de Bush resultan incuestionables: fue liberado Afganistán, estabilizado el país y celebradas elecciones exitosas; fue liberado Irak, capturado el genocida que oprimía al país y celebradas elecciones exitosas, en las que la participación popular se hizo sentir. Desde la amplitud de miras que establecen los hechos consumados, estos últimos comicios abren una perspectiva mucho más amplia que la que, durante demasiado tiempo, han vendido al ciudadano común los mass media occidentales (obsérvese, por poner un solo ejemplo, la cobertura dada al acontecimiento por agencias de noticias como Europa Press). La consolidación de un sistema paulatinamente democrático en el otrora feudo de Sadam Hussein –lo cual, para empezar, no estaría del todo mal– enredará la lengua de quienes, durante meses, no han cesado de tergiversar la realidad iraquí.
 
Además, en el marco de la liberalización de Oriente Medio, la domesticación de Gadaffi y el deceso de Arafat constituyen una ganancia estratégica. Claro que entre los principales escollos a sortear por Washington figura Naciones Unidas, urgida de una democratización a fondo que eche por tierra la falsa representatividad de regímenes delicuentes como Cuba o Zimbabwe. Más que un estado de cosas coyuntural, se trata de una tragedia política de dimensiones impredecibles, sobre la que la revolución liberal de George W. Bush debería, en algún momento, influir. Pero ya esa es otra historia.

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