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Asís Tímermans

Lo que debemos a Fernando Altuna

No estaremos derrotados mientras apoyemos la verdad. Por favor: elijan su manera. Pero no dejen que Fernando sea derrotado.

No estaremos derrotados mientras apoyemos la verdad. Por favor: elijan su manera. Pero no dejen que Fernando sea derrotado.
Fernando Aluna, en el centro, en una concentración antiterrorista en Alsasua | EFE

Las redes sociales permiten aunar fuerzas con quienes defienden lo que creen justo y necesario. Así conocimos muchos a Fernando Altuna Urcelay. Su objetivo fundamental era uno de los míos: combatir la impunidad del terrorismo, que seguimos sufriendo, que remata sin cesar a sus víctimas al negarles hasta el derecho a conocer el nombre de los asesinos.

Era su caso. El capitán Basilio Altuna fue asesinado en 1980 en su tierra, mientras disfrutaba de las fiestas con su familia y amigos. El tiro en la nuca fue solo el inicio de un crimen que se prolonga hasta hoy: justificación, ataque a la memoria del asesinado, acoso a su familia, reproche ante su mera presencia, tan dañina para lo que algunos llaman "paz"…. Y una orgullosa impunidad que exige la reconciliación de la nuca con la bala que la destrozó.

Contra esta persistencia del terror se rebelaron muchas víctimas: Francisco José, Consuelo, Maite, Fernando y tantos otros. En grupo o en solitario. Como supieron o pudieron. Lejos de llorar o exhibir su carácter de víctimas, pretendían superar tal condición. Un Estado de Derecho no puede reparar el asesinato, sino hacer justicia. En España, nacionalismo, política, conveniencia y desdén obligaron a muchas víctimas a adoptar un papel que a otros correspondía.

Al hacerlo, no solo ayudaban a que otros conservásemos vida y libertad y a que el terrorismo no alcanzase sus fines: ayudaban a que muchos encontrásemos la forma de luchar por nuestras ideas y el futuro de nuestros hijos.

Cuánto siento no haber tomado con Fernando ese café en el Comercial, cuyo cierre tanto sintió. Pero cuando le conocí, en un acto de Covite, junto a la maravillosa Ana, intenté transmitirle lo que a tantas otras víctimas: que su empeño en conseguir justicia era un regalo a los demás. Por eso, cuando me regaló la enseña de Covite que llevo en mi solapa, le corregí ese educado error que tienen todos estos héroes cuando te dan las gracias. No, Fernando: soy yo el que estoy agradecido. Siempre.

Fernando ha muerto sintiéndose derrotado. Pero nunca se rindió: vean su cuenta de Twitter, para saber que hasta el último momento luchó por la justicia. Que etarras como Otegui puedan caminar sonrientes por la calle sin abjurar de sus crímenes ni ayudar a esclarecer los más de trescientos asesinatos aún impunes no es una derrota de Fernando, sino una perversión de nuestra sociedad, miserable y cobarde, que prefiere no saber y cree que no le conviene recordar.

Pero no estaremos derrotados mientras apoyemos la verdad. Mientras Consuelo Ordóñez, Maite Pagaza y tantos otros héroes iluminen la tierra española que otros ensucian. Por favor: elijan su manera. Ayuden a Covite. O a otros grupos de víctimas que defienden la justicia. Pero no dejen que Fernando sea derrotado.

Seguiré disfrutando de la tierra vasca, aunque su enfermedad tan española impregne el paisaje de dolor, pena y vergüenza. Y si un día tropiezo con Otegui, o con sus cómplices, podré mostrarles orgulloso que la tierra que pisamos es más mía que suya. Porque ellos la siguen manchando con sangre, dolor y opresión. Yo, sin embargo, siento aún el apretón de manos y de sonrisa de Fernando Altuna Urcelay, cien apellidos vascos y españoles.

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