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Carlos Alberto Montaner

Correa y los fabricantes de burbujas

Ecuador necesita más políticos como Jaime Nebot y menos como el estrafalario presidente Correa.

Ecuador necesita más políticos como Jaime Nebot y menos como el estrafalario presidente Correa.

Muy pronto, los ecuatorianos tendrán que escoger nuevamente a sus gobernantes. Deberían mirar cuidadosamente cuanto sucede en Europa y llegar a sus propias conclusiones.

Las calles de media Europa están llenas de personas encolerizadas contra los recortes en el gasto público. El gasto público los está matando, pero, como todos los adictos, no quieren, no pueden o no saben reducirlo. En España y Grecia –sobre todo en Grecia– se trata de una protesta violenta y masiva. Nadie quiere oír hablar de austeridad y mucho menos de ser despedido y unirse a la enorme masa de desempleados. Es comprensible, pero triste.

Los sindicatos amenazan con el puño cerrado y juran que no les quitarán "las conquistas sociales" ni permitirán que se desmantele el "Estado de Bienestar". No importa que no haya dinero para costearlo. En estas situaciones se renuncia al sentido común. Es demasiado incómodo.

El espectáculo no es nuevo. Cada cierto tiempo estalla una burbuja, se destruyen millones de puestos de trabajo, la economía toca fondo, la sociedad se convulsiona, el Estado, severamente cuestionado, entra en crisis, los Gobiernos ruedan uno tras otro y el conjunto de la sociedad se empobrece.

Si no se puede evitar la crisis, lo que sí parece posible es limitarla y salvar al Estado de los efectos deslegitimadores de esas contracciones brutales. ¿Cómo? Manteniendo al sector público pequeño, ágil y costeable, alejado de compromisos económicos insostenibles en épocas de vacas flacas.

Casi la fórmula contraria a cuanto hace el señor Rafael Correa en su país. En su momento, Correa provocará una de esas crisis. Es un fabricante nato de burbujas públicas. Se ve venir.

No se puede mantener indefinidamente un elevado gasto público junto a un deficiente aparato productivo y suponer que no tendrá consecuencias. Eso fue lo que sucedió en parte de Europa (o en Argentina hace unos años y ahora mismo). Y lo asombroso es que para aprender a gobernar el señor Correa no tiene que mirar fuera de las fronteras de Ecuador. Todo lo que tiene que hacer es examinar lo que sucede en Guayaquil, la mayor y más poblada ciudad del país.

Mientras el presidente Correa insiste, para todo Ecuador, en el camino populista del estatismo y el clientelismo, que es una especie de burbuja segregada por el Gobierno para conquistar votos, la ciudad económicamente más importante de la nación, su gran puerto comercial, marcha en sentido contrario, guiada por un alcalde muy popular, el abogado Jaime Nebot, quien, por cierto, no aspira a la presidencia del país, sino a seguir siendo un funcionario eficaz al servicio de sus conciudadanos.

Desde hace 12 años, Nebot no gasta más del 15% del presupuesto en salarios y gastos fijos. El grueso del presupuesto, en torno al 80%, lo dedica a inversiones en obras y servicios, poniendo especial cuidado en las necesidades del pueblo llano. No más del 5% se asigna a pagar una deuda minúscula.

Hoy Guayaquil tiene menos empleados que hace doce años: sólo 3.900 para una ciudad que pasa de los 3.500.000 habitantes. Apenas uno por millar de vecinos. No obstante, la ha dotado de agua y alcantarillado, de un aeropuerto novísimo, de transporte público, parques, balnearios, hospitales; ha construido un hermoso malecón, ha reparado todas las escuelas y las ha surtido de libros y computadoras. Guayaquil, que antes era una ciudad fea, sucia y atrasada, hoy es grata, moderna y limpia.

Naturalmente, tiene problemas, como la creciente inseguridad, pero todavía está a años luz de mataderos como Caracas o San Pedro de Sula.

Esta resurrección ha sido posible mediante un mecanismo que debiera emplear el Estado a escala nacional: la concesión. La alcaldía de Guayaquil describe lo que necesita y la empresa privada compite por brindar el bien o servicio licitado. Si pierde plata, es cosa suya. Si la empresa no hace bien su trabajo o incumple lo pactado, se la sustituye.

Los empleados que no tiene el Estado los contrata la empresa privada para brindar esos bienes y servicios que todos requieren, pero tienen que ser productivos y rentables para poder subsistir en un mundo regido por la competencia.

El Estado, ya se sabe, no es un buen empresario. La empresa pública suele ser una fuente de corrupción y malos manejos administrativos. Los políticos, además, rehúyen cualquier conflicto laboral. Como pagan con dinero ajeno, no suelen ser exigentes. Buscan votos y popularidad, no eficiencia ni buen servicio. Por eso dilapidan cantidades astronómicas.

Los ecuatorianos, antes de votar, deben mirar a Europa y, sobre todo, a Guayaquil. Es lo prudente.

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