La ministra Carmen Calvo se felicitó por las medidas proteccionistas en el terreno de la cultura, porque gracias a ellas se escuchará “la voz de los otros, de los no hegemónicos”. El director de cine Costa Gavras afirmó: “No puede haber un cine nacional sin la financiación y la participación del Estado”, y elogió a los coreanos: “Copiaron la ley francesa y establecieron que todas las salas debían proyectar películas coreanas 120 días al año. De ahí ha salido el extraordinario cine coreano actual”. En la Feria del Libro de Santiago, el ministro de Cultura chileno, José Weinsten, anunció que “se va a intentar que los recursos que el Estado capta mediante el IVA de los libros sean reintegrados al sector”.
Nuestra ministra y el cineasta padecen el mismo error, que estriba en atender sólo a los aspectos visibles de la coacción política. Si hay un determinado producto cultural que en el mercado libre no existiría y que existe gracias a la intervención pública, su existencia es incuestionable, e incluso puede ser un producto de calidad como lo es, según Costa Gavras, el cine coreano. Pero esto nunca puede agotar el análisis, al menos por dos razones. Una es la delicada cuestión de por qué un grupo de presión tiene derecho a obtener privilegios quebrantando la libertad de elegir de los ciudadanos. Y la otra es la consideración a los efectos de esas medidas, porque la intervención jamás es gratuita; así, canalizar forzadamente los recursos de los ciudadanos hacia una actividad determinada impide que los dediquen a otras actividades, que también podrían ser de calidad y, para mayor bendición, ostentarían la gran calidad de la libertad.