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Carlos Sabino

Chávez, el epílogo

Dentro de las pocas ideas nuevas que ha traído el chavismo a Venezuela, cabe destacar el acierto comunicacional de presentarse como el adalid de una llamada "Quinta República". Si las primeras tres repúblicas se refieren a diferentes experiencias que sufrió el país desde la época de la Guerra de Independencia hasta mediados del siglo XX, la Cuarta República fue entonces la etapa democrática que se vivió a partir de 1958, luego del derrocamiento de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez. Al postularse como el enterrador de la cuarta república y el creador de una nueva, Chávez logró convertirse en el más visible crítico de los males del pasado y en el catalizador de una renacida esperanza.

A la mayoría de los venezolanos poco le importó, en su momento, que Hugo Chávez hubiese sido un golpista no arrepentido de sus actos -la fallida intentona de 1992- y que su lenguaje fuese el de la demagogia más ramplona. Incluso se toleró, y hasta se aceptó con agrado, que el carismático teniente coronel pasase por encima de la institucionalidad vigente para alcanzar sus metas: el fracaso de la cuarta república se vivía con tanta intensidad a finales del gobierno de Caldera, en 1998, que a muchos les parecía necesaria una franca y deliberada ruptura con el pasado para poder avanzar hacia un futuro no comprometido.

Hugo Chávez siguió recibiendo el apoyo popular mientras se iba completando, aceleradamente, esta transición hacia una quinta y renovada república. Pero, de allí en adelante, las cosas comenzaron a complicarse: aparecieron enseguida los mismos vicios que hacían tan detestable la cuarta república que se quería dejar atrás, mientras una sensación de desencanto iba cobrando fuerza entre sus partidarios y simpatizantes. Aun con ingresos petroleros extremadamente altos la economía no ha logrado arrancar y el desempleo ha aumentado, situándose siempre alrededor del 15%. La burocracia, el clientelismo y la corrupción son ahora mayores que en los tiempos en que dominaban los viejos partidos, y los escándalos se acallan con la misma complicidad automática y la misma tolerancia de siempre.

El chavismo empieza ahora a fracasar en su objetivo de imponer un autoritarismo que tiene sus raíces en las teorías y las actitudes de la izquierda de los años setenta. No logra concitar apoyo para una nueva fuerza sindical que se enfrente a los viejos burócratas partidistas, no consigue adeptos dentro de las universidades para someter su autonomía a los dictados del ejecutivo y su demagogia parece comenzar a desinflarse por completo. Ya no hay masas expectantes que aclamen a su iluminado presidente sino un pueblo cada vez más pasivo, más inquieto, más impaciente por alcanzar resultados concretos.

Hay quienes hablan ya, dentro de la fragmentada oposición, de un estruendoso fracaso de la quinta república que anunciaría, sin escape posible, la necesidad de avanzar hacia una sexta república. A mi juicio, sin embargo, se esconde allí un error de apreciación: la quinta república no tiene ninguna diferencia con la cuarta pues se basa por cierto en la misma política estatista de usar el petróleo para engrandecer el estado, de politización de todas las instancias de la actividad económica y social, de irrespeto a la propiedad privada y desconfianza hacia el mercado. El gobierno de Chávez no tiene pues nada de revolucionario ni de novedoso, ni siquiera en su irrespeto a la institucionalidad que él mismo ha creado. No representa una nueva república sino el triste epílogo de la que vivimos desde 1958. El colofón sombrío de un modo de gobernar que, inoperante y destructivo, resulta ahora más ridículo que amenazante y está condenado a desaparecer en poco tiempo.

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