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Carlos Sabino

Entre dos aguas

A medida que pasan los meses Venezuela parece alejarse, afortunadamente, de ese "mar de felicidad" que nos prometiera el presidente Chávez: el camino de la Cuba fidelista. El fantasma del totalitarismo parece retroceder pero no por eso, sin embargo, el futuro se presenta mejor para nuestro país.

El gobierno supuestamente revolucionario que tenemos se va mostrando poco a poco cómo una administración que, más allá de sus constantes excesos verbales, se caracteriza en realidad por sus escasas ideas y la más abierta incompetencia. Chávez amenaza a la prensa, a los empresarios, a los colegios privados, a los propietarios de tierras, a los obispos y a toda sombra que le parezca representar la "oligarquía" contra la que dice luchar. Pero poco, o nada, hace en realidad. Ninguno de estos amagos logra concretarse en hechos, mientras en su marcha cotidiana el gobierno -al contrario- parece sufrir de una progresiva parálisis que lo vuelve por completo inoperante.

Muy pocas de las leyes que podría dictar, amparado por la Ley Habilitante que lo faculta para hacerlo, se han presentado hasta ahora a la Asamblea Nacional. La importante reforma de la seguridad social, por ejemplo, ha sido postergada una vez más -y con este diferimiento ya van cuatro- mientras las aduanas e inspectorías de tránsito prácticamente no funcionan, se vuelve a hablar de una reforma en el poder judicial y todo, abrumadoramente, marcha de una forma lenta, como a tropezones, sin producir cambios y con menos eficiencia, aún, que la que tenía en tiempos anteriores.

El de Chávez, a juzgar por los hechos, parece apenas un mal gobierno de los que siempre hemos tenido aquí, un conjunto de improvisados que confían ciegamente en el ingreso petrolero para solucionar todos los problemas y que no se atreve a realizar ninguna transformación de importancia. Es verdad que se estimulan invasiones de tierras, que el país está inundado de asesores y médicos cubanos, que hay quienes intentan aplicar métodos comunistas para el control político de la vida nacional. Pero todo esto naufraga en el mar de la ineficiencia o es combatido a veces, con éxito, por los venezolanos que repudian el totalitarismo.

Pero, como decíamos al comienzo, esto no basta para que podamos sentirnos aliviados. Si Chávez no parece capaz de imponernos su retrasada y autoritaria visión del país, si su gestión va fracasando en medio del personalismo y la incompetencia, no por eso nos acercamos ni un milímetro a las reformas que imprescindiblemente hay que realizar para hacer avanzar a Venezuela. La discusión pública gira sin imaginación alrededor de los temas que propone el presidente pero no aparece aún una oposición capaz de mostrarnos el camino a seguir, ninguna fuerza que tenga el valor para decirnos que hay nuevas metas por las que vale la pena luchar.

Todos los dirigentes políticos parecen obsesionados por no traspasar ciertos límites, por no romper con los convencionalismos de la demagogia vigente, por no quebrar los mitos y los tabúes que, en último análisis, han permitido el ascenso de Chávez al poder: la creencia en que hay que redistribuir la renta petrolera para acabar con la pobreza, la idea de que combatiendo la corrupción aumentaremos nuestro nivel de vida, el gusto por los hombres fuertes y el tácito desprecio por las instituciones. Sólo comentaristas y personalidades aisladas se atreven a romper con este estado de opinión, a recordar la necesaria privatización del petróleo o de la seguridad social, a denunciar los atropellos jurídicos y la inseguridad jurídica que aleja a los inversores extranjeros.

Entretanto continúen así las cosas, con un gobierno inepto y una oposición timorata, Venezuela seguirá navegando entre dos aguas: no iremos al paraíso de la "felicidad comunista" al que sin duda quisiera llevarnos nuestro presidente, pero tampoco podremos gozar de los beneficios de la globalización o de la más modesta -pero fundamental- estabilidad en las instituciones.

© AIPE

Carlos Sabino es corresponsal en Caracas de la agencia de prensa AIPE.

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