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Carlos Semprún Maura

Carnavales, caretas y máscaras

Todo empieza con el Carnaval de Río de Janeiro. Desde luego, los hubo antes y después, pero el de Río de Janeiro es único, todos intentan imitarle y caen de bruces en la cuneta. En Río, durante unas horas, todos están en la calle, ya vengan de las favelas o de los barrios de postín, ya se trate de esto o de lo de más allá, sexo, droga, música, baile, fiesta, a fin de cuentas gigantesca. Los sociólogos postmarxistas podrán decir que sólo sirve para ocultar durante unos instantes, mediante un frenesí de ritmos y algunas cositas más, la miseria, la explotación y hasta la “lucha de clases”. Bueno, tal vez, pero si se suprimiera el Carnaval no se suprimiría la miseria, sólo ese interludio de maravillosa alegría.

Pero cuando en París, el pasado sábado 23 de junio, la copia insulsa del Carnaval de Río, bautizada ya hace años como Gay Pride, desfila de nuevo por las calles, y todo el mundo –organizadores, alcalde, prensa servil (o sea de izquierdas), dirigentes políticos– intenta convencernos de que se trata de una manifestación política de una importancia supina, entonces, no, francamente, no. Este año, o sea el pasado sábado, el engolado Le Monde, titulaba: “A un año de las elecciones presidenciales, la “Gay Pride” quiere ser ante todo política”. A esos abismos de imbecilidad hemos llegado.

Lo peor de todo es que es cierto, que el oportunismo político se ha apoderado de la homosexualidad, la ha convertido en tema de demagogia política. A lo más íntimo, privado, diferente y hasta, si se quiere, secreto, de ciertas personas, se le exige carné y plataforma política de izquierdas. Desde luego, las organizaciones “gays” son, en gran medida, responsables de esta situación, se han convertido en sindicatos sectarios, exigiendo, no el fin de la monstruosa intolerancia de antaño, que ha pasado a la historia, en Francia como en infinidad de otros países, sino más derechos que los demás seres humanos, llegando incluso al aquelarre de exigir que el Gobierno liquide, por decreto, el SIDA (si se leen detenidamente sus reivindicaciones, no se puede llegar a otra conclusión), y que por ley, el Estado autorice a los homosexuales que lo deseen, y hayan fichado, a ser madres.

Viendo, por televisión esa caricatura cutre del Carnaval de Río, y viendo a varios dirigentes políticos desfilar, para “ligar” futuros votos, con los colectivos homosexuales, a cualquier liberal de verdad, incluso marica, si se da el caso, se le debería caer el alma a los pies. Que el novísimo alcalde de París, B. Delanoe, homosexual declarado, desfile, como ya lo hizo los años anteriores, es lógico y, por cierto, debo reconocer que en las elecciones municipales que le llevaron al triunfo nadie utilizó, a favor o en contra, este dato, lo cual me parece muy bien. Pero Robert Hue, secretario nacional del PCF, y otros, desfilando entre locas, y a todas luces molesto, para pescar algún voto, resulta grotesco. La homosexualidad es perfectamente respetable, pero convertida en mafia es, como todas las mafias, despreciable.

No imaginéis un segundo que este despilfarro demagógico representa tolerancia, porque paralelamente, la inquisición contra los pederastas se ha convertido en asunto de Estado. ¿Alguien podría imaginar un segundo que parejas homosexuales no tengan con sus hijos adoptivos esos gestos, esas caricias, que tan drásticamente se pretende ahora castigar?
¿En qué mundo viven ustedes, señores burócratas? Si la homosexualidad uniformada se ha convertido en argumento de venta electoral, la homosexualidad infantil existe desde que existe el mundo. Se exalta una, se reprime otra, y el resultado está a la vista, el caos, el infierno burocrático. Dos profesiones, si j’ose dire, se ven particularmente acorraladas y arrastradas ante los tribunales: la de los curas, y la de los maestros.

Antaño enfrentados en tantas aldeas, el cura, representante de la religión, la tradición, y la caridad, el maestro, de la laicidad, el progreso y la solidaridad ( “izquierda y derecha”, dirían algunos), hoy se ven juntos en el banquillo de infamia. Desde luego, la violencia hacia niños es condenable y la violación, un crimen, pero hay que reconocer que esta caza de brujas impulsada por el Gobierno, que desfila con locas, sólo ha tenido, por ahora un resultado práctico: el suicidio de un maestro inocente, falsamente acusado por un alumno perverso. Ya sería hora de darse cuenta de las cosas son algo más complicadas de lo que se creen algunos políticos.

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