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Carlos Semprún Maura

Menos robos, por favor

El 15 de Julio de 2001, almorzando con amigos franceses, comentábamos la entrevista televisada del Presidente Chirac la víspera, día de la Fiesta Nacional, y una señora dictaminó: “Ha ganado las próximas elecciones presidenciales”. No era la expresión de un deseo partidista, ni la videncia de una pitonisa, no, explicó que la firmeza, la insistencia y el sentido común de Chirac, denunciando la intolerable situación de inseguridad que reinaba en Francia, acusando implícitamente al gobierno Jospin de laxismo, cosas que pocos líderes políticos se atrevían a afirmar tan tajantemente, tenía que haber ganado el voto futuro de una mayoría de franceses, asustados, cuando no furibundos. La publicación, hace un par de días, de las estadísticas oficiales sobre el aumento de la delincuencia, atracos, violencias de todo tipo y asesinatos, parecían confirmar las declaraciones de Chirac y la predicción de nuestra amiga.

Los delitos, desde el robo de móviles y bolsos, al atraco de bancos a mano armada, pasando por las agresiones a ancianos, etc, han aumentado un 7,69%, en 2001, según cifras del Ministerio del Interior. Además, la criminalidad aumenta cada año, con una regularidad como ya quisiera la Bolsa de París. Es evidente, y menos mal, que en las elecciones también se expresan los que nunca hablan, la mayoría silenciosa que tanto intriga a los sociólogos, compuesta de pensionistas, artesanos, pequeños comerciantes, amas de casa, etc, esos humildes anónimos que todo el mundo desprecia, porque no se manifiestan, no exigen, no vociferan por las calles, pero que de vez en cuando, votan, y así pueden cambiar el destino de un país. Bueno, no exageremos, su gobierno.

Sobre éste problema de la seguridad pública, la izquierda tiene una filosofía que puede resumirse en una frase: “La solución no puede ser represiva sino social”. Yo, que odio los regímenes policiales, firmaría veinte veces; pero resulta que la orquesta rojiverde que dirige Jospin, ni aporta soluciones sociales —sigue habiendo los mismos pobres y marginados— ni se enfrenta seriamente a la criminalidad. No hacen, conversan. Y ya que el problema es también político, efectivamente, a mí me llama la atención el hecho de que nadie, absolutamente nadie, ni siquiera los responsables de los sindicatos de policía, furiosos contra las engorrosas complicaciones administrativas de la ley sobre “presunción de inocencia” —ley discutida, semicorregida, e inaplicable— nadie, pues, haga una relación objetiva, ni siquiera como posibilidad, como pista de investigaciones, entre el aumento de la criminalidad y el aumento de la influencia del integrismo musulmán en los barrios “calientes”. Todos temen ser tachados de racistas, cuando se trata de ser demócratas.

Volviendo a Chirac, resulta evidente que con su compás de espera, que le perjudica, y el batiburrillo de sus partidarios, le quedan pocas bazas frente a Jospin. Una de ellas —y tal vez, hablando cínicamente, la única— sea ésta de la seguridad. Pero tendrá que ser convincente, porque lo que los franceses exigen no es tan sencillo: volver a la tranquilidad cotidiana sin caer en la dictadura.

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