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Carmelo Jordá

España y los derechos

Después de unas semanas de ir por España ojo avizor, creo que el rasgo principal del español medio es su convicción de estar cargado de derechos.

En vacaciones uno se desvincula un tanto de la actualidad –aunque sólo sea por no tener una conexión decente a internet–, pero a cambio se mezcla más con sus semejantes en playas, piscinas, carreteras y otros entornos de involuntaria pero inevitable interacción social.

Y uno, que tiene cierta deformación profesional, contempla a sus conciudadanos con la mirada con que escruta a los políticos, es decir, no sin cierta mala leche. Lo peor es que, como en el caso de los próceres de la patria, el resultado no es muy positivo.

Así, después de unas semanas de ir por España ojo avizor, creo que el rasgo principal del español medio de hoy en día es su convicción de estar cargado de derechos. Miren, por ejemplo, a los ciclistas que pueblan las carreteras veraniegas: se creen con derecho a circular por mitad de la vía y en paralelo, aunque eso genere un atasco de proporciones industriales, o incluso en alegre pelotón, si son los suficientes.

Ellos, como sagrados usuarios del medio de transporte más querido por el perroflautismo universal, tienen todos los derechos y ninguna obligación, ni siquiera la de llevar casco en ciudad, que eso es malo para el cuero cabelludo –nota al margen: a mí me parece estupendo que cada uno se abra la cabeza a su sabor, pero si a mí como conductor me obligan a llevar cinturón y como motorista no puedo dejar el casco, ¿a qué viene la bula de los ciclistas?–.

Pero para derecho el de algunos ciudadanos de mi pueblo, que, descontentos con la nueva piscina construida por el alcalde, no sólo lograron que durante un par de veranos funcionasen dos piscinas municipales –en un ayuntamiento de 1.400 habitantes, viva la austeridad-, sino que ahora andan recogiendo firmas, incluso se llegó a hacer una pintada en la pared del ayuntamiento: "Queremos una piscina digna".

Ya ven: la piscina olímpica no es ya sólo un derecho, sino que se convierte en un requisito para la dignidad colectiva del pueblo. La repera.

Un último ejemplo: en una playa gaditana, hace un par de días unos policías municipales requisaban el cargamento de un vendedor ambulante ilegal que ofrecía a los bañistas algún tipo de comida que no llegué a identificar. Por supuesto, la mayor parte de los presentes agradeció su labor a las fuerzas del orden con una sonora pitada y no pocos gritos. "¡Dejadles que se ganen la vida!", decía uno. El derecho a la venta ilegal.

No me cabe la menor duda de que el cien por cien de los que protestaban están convencidos de que, si se produjese una intoxicación alimentaria por uno de esos productos vendidos en la playa, la culpa sería de las autoridades, que no controlan esas cosas lo suficiente. Ellos, obviamente, tienen derecho a comerse lo que les dé la gana y que papá Estado les haga de catavenenos.

Ah, y se me olvidaba el principal de los derechos: que todo esto, y mucho más, tiene que ser gratis.

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