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Carmelo Jordá

Su Majestad, por los suelos

Para colmo, ya no nos queda ni lo del siglo de oro del deporte: pasada la Eurocopa las carreteras francesas nos han sido esquivas como hacía décadas, el bueno de Nadal se ha dado un respiro y las pistas olímpicas no hacen sino reportarnos humillaciones

Mal está la cosa nacional cuando aquello que tiene que estar en pie o en alto cae por los suelos y, al mismo tiempo, lo que se espera que repte sin llamar la atención escala montañas otrora inimaginables.

Así, en este verano de dolores y en un único día vimos al SM el Rey irse de bruces, a la bandera venirse abajo, al Ibex darse la vuelta y a la prima de riesgo, ya uno más de la familia, dar un estirón como aquel que dio la prima Juanita, ese año en el que se convirtió en Juanota.

Para colmo, ya no nos queda ni lo del siglo de oro del deporte: pasada la Eurocopa las carreteras francesas nos han sido esquivas como hacía décadas, el bueno de Nadal se ha dado un respiro en esa manía suya de ganar y las pistas olímpicas londinenses no hacen sino reportarnos humillaciones y alguna que otra medallica, como de limosna y en deportes de esos que practican cuatro y a los que no les haremos el más mínimo caso hasta dentro de cuatro años (en esto incluyo también la natación, y si no están de acuerdo vayan a la piscina que tengan más cerca y me dicen qué porcentaje de los bañistas está nadando y cuál simplemente retoza).

El medallero olímpico nos coloca a la altura de potencias como Mongolia, Indonesia o Bielorrusia, con la diferencia de que en estos países no tienen un Rey que se dé simpáticos trastazos ante las cámaras, lo que sin duda es una oportunidad para el humor, pero queda en cierto desdoro institucional.

Cierto es que el propio Rey y el marido de su hija están haciendo mucho más por el descalabro de la monárquica institución que un eventual tropezón con un escalón irreverente, pero no lo es menos que, como símbolo, el guarrazo de este jueves, y precisamente este jueves, no ha podido ser más, o menos, oportuno.

Sin embargo, la escena que debería quedar para la posteridad de esta semana no es ni la del monarca abalanzándose contra el mármol ni la de la enseña nacional caída junto al gran mástil de Colón: el momento cumbre ha sido ver a Juan Carlos I con la nariz severamente aporreada y haciendo como que no pasa nada.

Hay que reconocerle al hombre profesionalidad y temple para soportar el dolor, pero yo lo miraba y pensaba si esa pituitaria amoratada era la de todos los españoles, que no paramos de recibir golpe tras golpe; o si ese hombre que parecía ni sentir ni padecer era nuestra clase política, que por muy negras que vengan (moradas en este caso) hace como que no se entera.

Finalmente, me decido por la primera explicación: a los políticos poco o nada les duele... por ahora.

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