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César Vidal

Pero ¿qué os ha hecho Ratzinger?

Ratzinger ha realizado un trabajo muy riguroso que, de manera bien reveladora, podría ser suscrito por teólogos protestantes y ortodoxos

Hace tiempo, bastante, un amigo un tanto cansado de la ignorancia que caracterizaba a no pocos periodistas me dijo con tono sentencioso: "Y los más ignorantes son los que van a parar a la sección de cultura, aunque peores que ésos son los que se ocupan de religión". Como todos los juicios generales, aquel era excesivo y hay personas que sirven para desmentirlo sobradamente. Sin embargo, no estaba del todo exento de razones. Los incapaces que he visto ocupándose de las noticias culturales han sido legión; los dedicados a la información de carácter religioso, verdaderos ejércitos.

La última prueba de lo dicho se encuentra en las informaciones que se van sumando en relación con el último libro de Benedicto XVI, La infancia de Jesús. Si, primero, se anunció que el papa expulsaba de los belenes el buey y la mula, ahora se dice que afirma que los reyes magos eran andaluces. Adelanto que ninguna de las dos afirmaciones son ciertas. Sobre el buey y la mula, Ratzinger se limita a decir que los evangelios no los mencionan – lo que es verdad – y apunta la tesis de Stuhlmacher de que podría ser una derivación midrásica de pasajes de los profetas. Es una posible explicación, pero por si alguien se asusta, se ocupa poco después de señalar que la iconografía cristiana no renunciará ya al buey y el asno (p. 76-77). Como señalaba el lunes en mi espacio de Es la mañana de Federico, lo más seguro es que el buey y la mula surgieran de la sencilla mención de Lucas sobre el pesebre en que fue colocado el niño. A fin de cuentas, donde hay pesebre no suelen estar lejos las bestias que comen en él. La primera representación que conozco donde se relaciona con el nacimiento con la pareja animal es un sarcófago paleo-cristiano milanés del s. IV donde aparecen junto a una orla de esvásticas y donde están ausentes, sin embargo, María y José. Con posterioridad, se pueden hallar las figuras del buey y la mula – o el asno - desde el s. VI en los iconos orientales aunque el gran éxito del Belén se produjera con Francisco de Asís en el s. XIII. En cualquiera de los casos, nada más lejos de Ratzinger que entrar a saco contra ese concepto.

La segunda noticia es aún más disparatada. Ratzinger examina el significado real de la palabra "magos" con la que adjetivó Mateo a los que visitaron al niño y establece correctamente que eran gente de Oriente. Indica igualmente como, con posterioridad, algunos relacionaron el pasaje con el texto de las naciones –naciones que incluían a Tarsis– que llevan sus tesoros a Israel y así aparecieron los dromedarios en la iconografía popular. Ratzinger indica que la tradición posterior ligaría a los magos con los tres continentes conocidos por aquel entonces, pero da lo mismo lo que diga porque algún descuidado lector ya ha captado lo de Tarsis –que identifica con Tartesos– y ha llegado a la conclusión de que los reyes magos eran andaluces. Se mire como se mire es verdaderamente deplorable.

Vengo siguiendo a Ratzinger como autor desde hace más de treinta años. Es cierto que no tiene el carisma de Hans Küng y que está a años luz de figuras extraordinarias como Dietrich Bonhoeffer, mártir del nazismo, o de Karl Barth, cuya obra comparó Pío XII con la de Tomás de Aquino para añadir que el suizo era incluso superior. Con todo, Ratzinger es un teólogo digno de ser leído con atención. De él se puede decir sin discusión que es culto, que conoce muy bien de lo que habla, que tiene posiciones muy bien meditadas y que suele estar al día de las últimas obras. En el caso de su trilogía sobre Jesús, por ejemplo, todo indica que no ha dejado de leer a pesar de las obligaciones papales que no deben ser escasas. Precisamente por eso indigna y desmoraliza la mayoría de las críticas que se han escrito acerca de la citada trilogía. Se dediquen al peloteo más escandaloso o a la invención sensacionalista –como está pasando con este último libro–, pero al parecer nadie ha llegado a la conclusión de que merezca la pena leerlo. Es una verdadera pena porque Ratzinger ha realizado un trabajo muy riguroso que, de manera bien reveladora, podría ser suscrito por teólogos protestantes y ortodoxos; que rehúye claramente sustentar interpretaciones clásicas del catolicismo y que ha salido profundamente cristiano aunque sea –eso sí– muy poco católico en el sentido específico de esta confesión religiosa. Permítaseme dar dos ejemplos de lo que digo en relación con su último libro.

El primero tiene que ver con el dogma de la Inmaculada concepción. Se trata de un dogma muy tardío –1854– que afirma, dicho sea en tonos sencillos, que María estuvo totalmente libre de pecado. Este dogma no fue creído, entre otros, por Tomás de Aquino que lo negó de manera expresa ni tampoco por los dominicos que, siguiéndolo, mantuvieron durante siglos una animada y durísima controversia teológica con los franciscanos sobre el tema. En la época de la Contrarreforma, el papa acabó prohibiendo las discusiones sobre el tema, pero el dogma no se definió hasta mediados del s. XIX. Como base para el mismo se apeló al texto de Lucas 1: 28, donde el ángel dice de María que es "llena de gracia" y se razonó que si era "llena de gracia" no podía tener pecado. El problema para ese argumento es que el término aplicado a María también se aplica en Efesios 1: 6 a todos los creyentes y, obviamente, no se deduce por ello que hayan nacido sin pecado. Semejante cuestión es archi-conocida para los exégetas de cualquier confesión y, por supuesto, la referencia al "llena de gracia" para sustentar la inmaculada concepción ha quedado relegada a las homilías de sacerdotes sin mucha instrucción. De manera bien reveladora, Benedicto XVI no dice ni palabra de esa interpretación en las páginas (p. 32-4) dedicadas a la Anunciación. Podrá ser chocante para el católico más conocedor del dogma que de la exégesis, pero la verdad es que Ratzinger es impecable en su planteamiento que, de haber sido un católico más ignorante y convencional, menos culto y conocedor de la realidad teológica, se habría embarcado en una homilía sobre la inmaculada concepción.

El segundo ejemplo tiene que ver con otra interpretación eclesiástica relacionada con María y que apuntaría a un supuesto voto de virginidad perpetua guardado por ella. En la página 41, Ratzinger es tajante –y tiene toda la razón– al afirmar que es una interpretación que se inicia con Agustín –es decir, siglo IV–, pero que "está totalmente fuera del mundo judío en tiempos de Jesús, y parece impensable en ese contexto". De nuevo, el católico más de pie de calle puede sentirse sorprendido, pero Ratzinger está afirmando una realidad interpretativa incuestionable.

Cualquiera que se haya tomado la molestia de leer con un mínimo de atención los dos volúmenes anteriores de Ratzinger y que conozca el dogma y la exégesis sabe de sobra que ejemplos como los citados abundan por doquier porque el actual papa ha intentado construir una obra sólida de interpretación de los Evangelios y no una obra de apologética católica. A decir verdad, lo lógico es que el católico que los lea a fondo se encuentre con preguntas que se le multiplicarán en torno no a la fe cristiana común sino a la específicamente católica. Naturalmente, soy consciente de mi subjetividad al afirmar que ése es uno de los grandes méritos –no el único– de la trilogía ratzingeriana sobre Jesús. Por supuesto, hay cuestiones en las que se puede no estar de acuerdo con Ratzinger –para los no-católicos, esa actitud no plantea problema de conciencia alguno– y él mismo se expresa de manera bastante honrada al señalar que hay cuestiones que no conoce y que no son fáciles de interpretar. Espero no escandalizar a nadie si digo que es consciente de que puede estar equivocado y que lo asume con la sensatez propia del exégeta que sabe lo que se trae entre manos. A mi juicio, ésa es otra de sus virtudes. Cuestión aparte es que la trilogía no se la haya leído casi nadie, que algunos clérigos hayan multiplicado los elogios jabonosos sin pasar mínimamente la mirada por el texto y que algunos de los ceporros más escogidos pululen por las secciones de religión de los medios. Compréndase también que ante ese panorama yo no pueda menos que preguntarme: "pero ¿qué os ha hecho Ratzinger?".

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