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Charles Krauthammer

Demasiado tarde para Hillary

No fue hasta finales del último cuarto del partido cuando encontró la grieta de la defensa de Obama. De hecho, Obama le entregó el manual completo con los episodios de Jeremiah Wright y la condescendencia de Obama hacia los paletos blancos de Dios-y-armas

Cuando Hillary Clinton comprendió cómo podía ganar a Barack Obama, ya era demasiado tarde. Al comenzar la carrera presidencial en el 2007 pensaba que iba camino de una coronación, de modo que reclamó el centro con el fin de tomar posiciones para el verdadero enfrentamiento, las generales. Asumió simplemente que los activistas del partido y la izquierda chiflada se alinearían con ella.

Sin embargo, conforme Obama comenzó a ascender, impulsado por los activistas del partido en internet, Clinton se fue moviendo hacia la izquierda, particularmente con su progresivamente más explícita renuncia a la guerra de Irak. Fue una misión infructuosa. Nunca sería capaz de borrar la mancha de su voto original a favor de la guerra, sobre todo porque se negó a hacer una despreciable retractación auto-flageladora a lo John Edwards. Tardó semanas en insinuar siquiera la disculpa que buscaba la izquierda, y para entonces era demasiado tarde. El ala activista del partido estaba para entonces inquebrantablemente comprometida ya con Obama.

Pero moverse hacia la izquierda demostró ser desastroso para Clinton. Al hacerlo eliminó toda diferencia política significativa entre Obama, el senador más progresista de 2007 según el National Journal, y ella. En sanidad, por ejemplo, los intentos por su parte de convertir una diferencia sin importancia en la definición de universalidad en un importante ataque contra Obama se derrumbaron por completo. Sin diferencias políticas importantes que les separen, la competencia se centró en el carácter y la personalidad. Al lado de este elegante e intelectualmente ágil recién llegado de enorme talento, Hillary  no tenía ninguna posibilidad de ganar.

Intentó de todo. Sus acusaciones de que era un candidato que no ofrecía más que palabras parecieron un ataque petulante y envidioso a su elocuencia. El poder de crear ilusión puede no ser suficiente para optar a la presidencia, pero no es en absoluto un obstáculo.

Probó también con una ridícula acusación de plagio, conformándose después con la baza de la experiencia. En unas elecciones de cambio, esta no fue una estrategia brillante. La obligó a hablar de los años 90, lo que la colocó como la candidata del pasado frente al candidato del futuro. Fueron, además, sus estudiados intentos por embellecer su pasado los que la metieron en el terreno pantanoso del imaginario fuego de francotirador bosnio.

No fue hasta finales del último cuarto del partido cuando encontró la grieta de la defensa de Obama. De hecho, Obama le entregó el manual completo con los episodios de Jeremiah Wright, William Ayers, los comentarios de Michelle Obama sobre no haber estado nunca orgullosa de Estados Unidos y la propia condescendencia de Obama hacia los paletos blancos de Dios-y-armas.

La línea de ataque está clara: no es que Obama sea radical o antipatriota en sí mismo, es sólo que, como hombre de la izquierda académica, está tan alejado de la América cotidiana que se mueve con total tranquilidad entre esas compañías tan radicales y esos sentimientos tan elitistas.

Clinton comprendió finalmente la manera de competir frente a Obama: volver al centro, pero no ideológico sino cultural; no en política, sino en actitud. No cambió ninguna de sus posturas sobre Irak o Irán o los impuestos o la sanidad. En su lugar se transformó en una chica corriente de clase baja que va con su padre a cazar patos.

El programa de reducción de impuestos a la gasolina durante las vacaciones nunca fue un asunto económico ni político. Fue pensado para posicionarla culturalmente. Hacía destacar su identificación con el electorado blanco de clase trabajadora. Obama respondió citando a economistas que se oponían a la medida. Eso completó la narrativa de Clinton: él tenía profesores intelectuales de su parte; ella tenía a las madres solteras en busca de alivio en el surtidor.

Fue una extralimitación. No sólo alejó el foco de atención del sorprendente reverendo Wright en el clímax de su espectacular regreso. Tampoco sirvió como tema elitistas-contra-obreros tal y como había esperado, porque no son sólo los economistas los que saben que su programa de rebaja de impuestos temporal a la gasolina no es más que un truco barato. La gente corriente también. Y tuvo además el desafortunado efecto colateral de reforzar el principal obstáculo de carácter de Hillary frente Obama: el político cínico de Washington dispuesto a hacer o decir lo que sea para obtener votos frente al idealista que manifiesta honestidad negándose a agradar a sus electores incluso si le pasa factura.

La alegría de Hillary en los días previos a Carolina del Norte e Indiana reflejaba el alivio del político veterano que, después de meses de dar palos de ciego, encuentra por fin la estrategia de campaña adecuada. Pero era demasiado tarde. Y el despropósito de su programa de reducción de impuestos a la gasolina, un último error, remató la faena en favor de Obama.

Después de las últimas primarias, sólo queda un capítulo en este fascinante espectáculo. Negociar los términos de la rendición de Hillary. Tras lo cual la veremos durante seis meses recorriendo el país, haciendo campaña por Obama y negando con total convicción las acusaciones republicanas de que es el mismo elitista sibarita contra quien ella advertía a los demócratas con tanta urgencia en el último y atrasado tramo de su fracasada campaña.

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